La alegría de haber conocido a Sara, de casualidad, en la biblioteca donde él trabajaba en su último poemario y ella era la bibliotecaria. Dispuesta a ayudarlo en todo lo que pudiera, dándole, según lo veía él, esperanzas de algo más que una amistad.
Había hablado con ella lo justo y necesario.
Él era un chaval tímido y el miedo al rechazo por parte de aquella joven tan guapa y jovial lo volvía loco.
La tristeza invadió su alma al ver que ella ya tenía novio y esa tristeza dio paso al odio y la rabia por ser como era, un mindundi incapaz de conquistar a la mujer que amaba.
Había conseguido una foto suya de un periodico local y que siempre llevaba en la cartera.
Aquel día lo sacó y lo contempló. La odiaba y la amaba a la vez, eran unos sentimientos encontrados que lo llevaban a la locura y entonces ocurrió…
Había seguido sus pasos al cerrar la biblioteca. Lo hacía cuando salía sola.
Conocía su rutina, las calles por las que caminaba para ir a trabajar y luego para ir a su casa.
Su risa cuando estaba con su novio le atormentaba, y hacía que la ira se volviera cada vez más y más grande obviando el resto de sus sentimientos.
Hasta que no logró aplacar aquella ira que lo atormentaba y la mató en un callejón cuando Sara iba a su casa.
Se sintió bien. Ya no sufriría más por verla con otro. Ya no sufriría más al verla en la biblioteca y saber que nunca sería suya.
Ahora se sentía aliviado. No era de él ni de nadie. Estaba muerta.
Pero aquel alivio, aquella euforia del momento dio paso a la desesperación.
El joven poeta se sumergió en la desesperanza.
Nunca la volvería a ver.
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