Desde que tengo uso de razón cada anochecer me arrebataba
un trozo de mi vida. Al despuntar el alba la noche se había llevado con ella un
pedacito de mi inocencia y de mis ganas de vivir, dejándome en el alma un
agujero negro y profundo lleno de ira, rabia, desolación y un miedo desmesurado
a la llegada de las sombras que en su oscuridad infinita me cubrían con su
manto negro y tenebroso ocultando a los ojos del que quisiera ver, mi
sufrimiento.
Cada noche una sombra alargada entraba en mi habitación y
se deslizaba entre mis sábanas. Al principio me resistía de ser poseída por
aquel demonio infernal que se adueñaba de mi cuerpo, pero noche tras noche
aprendí que aquello era un error y opté por permanecer tumbada muy quieta,
mirando el techo, esperando que sus ansias de placer terminaran cuanto antes.
Recé durante días, semanas y meses, implorando,
suplicando al Dios todopoderoso para que escuchara mis plegarias y pusiera fin
a mi sufrimiento. Pero nada hizo. Nada pasó.
Cada anochecer regresaba aquella sombra sigilosa a mi
habitación y cada amanecer los primeros rayos del sol que se colaban por mi
ventana me encontraban exhausta, empequeñecida y consumida por la pena y el
dolor. Me sentía muerta en vida.
Opté por buscar otra ayuda y mis ruegos y súplicas las
dirigí al Príncipe de las Tinieblas. Te invoqué aquella noche para que me
ayudaras, Satán. Faltaban minutos para que cayera la noche. Frente al espejo
supliqué tu ayuda mientras requería tu presencia pronunciando tu nombre. No
tardaste en escuchar mis ruegos. Me consolaste y me prometiste ayuda. Lloré agradecida
sobre tu hombro. Pero tu auxilio tiene un precio. Me pareció justo. Accedí. Me
libraste de aquel monstruo y a cambio te llevaste al ser que crecía en mis
entrañas, fruto de aquella violación. Ahora estamos en paz. Pero sé que cuando
tenga miedo o esté en apuros podré contar contigo.