Lo que mejor se le daba, en esta vida, era matar gente.
Lo hacía de manera rápida e indolora para la víctima. No disfrutaba viendo el
sufrimiento que padecían antes de morir, no, le molestaba los llantos, quejidos
y gritos que proferían, eran molestos y le producían dolor de cabeza. Mataba
por el poder que le confería hacerlo. Mataba porque aquello lo ponía a la
altura de algo poderoso, algo que todos temían, mataba porque siempre admiró a
la Muerte y quería ser como ella. Verla reflejada en los ojos de sus víctimas
le daba un placer inenarrable.
Días de vigilancia, a veces semanas, hasta que conocía al
detalle el horario de su víctima. Escogía bien el lugar donde lo mataría,
generalmente un sitio donde no estuviera muy concurrido. Sus lugares favoritos
eran los parkings o los parques al anochecer. Con un cuchillo les abría la garganta,
cogiéndolos por sorpresa. La persona elegida moría sin mostrar resistencia
alguna y sin entender muy bien lo que estaba pasando. Luego pasaba a la
siguiente fase. Los colgaba de unos ganchos boca abajo, como carne de matadero,
con el mismo cuchillo hacía un corte desde la entrepierna hasta el cuello. Los
órganos y las tripas caías desparramadas sobre el suelo.
Hecho esto, pasaba a desollarlos. Aquello le llevaba
mucho tiempo, porque intentaba con mucha delicadeza e utilizando diversos
instrumentos, sacar tiras de piel lo más grandes posibles. Luego las sumergía en agua para eliminar la
grasa y los pelos.
Cada mes, se presentaba un hombre en su casa y le daba
una buena suma de dinero por aquellas pieles. Lo había conocido por casualidad
navegando por internet en una web oscura. Al principio desconfió, pero aquel
hombre le demostró que no le importaba de dónde las sacara siempre y cuando le
proporcionara una cantidad fija todos los meses. Pactaron no hacerse preguntas,
ni de la procedencia ni lo que harían con ellas.
Su actual vigilancia era de un joven de gran tamaño,
tanto de altura como de grosor. Iba algo retrasado ese mes. Su madre estaba
enferma y había pasado mucho tiempo en el hospital con ella, dejando a un lado
su “trabajo”. Aquel muchacho era justo lo que necesitaba. Tenía mucha piel.
Sabía que con ella tenía el mes salvado. No lo había vigilado tanto como a sus
otras víctimas, pero ya sabía lo suficiente de sus horarios para entrar en
acción. Lo haría aquella misma noche.
Se despidió de su madre, prometiéndole que volvería por
la mañana, como hacía siempre. Estaba saliendo por la puerta de la habitación
cuando se topó con la enfermera del turno de noche. La conocía. Era una joven
muy guapa, amable y muy simpática. Se pararon un rato a hablar. Incluso ella le
insinuó que podían ir a cenar juntos algún día. Aquello lo desestabilizó por
completo, nunca había tenido una cita. A pesar de que pronto cumpliría los 30
todavía no había estado con una mujer. Su vida, hasta entonces, la había
dedicado única y exclusivamente a hacer lo que más le gustaba y llenaba, matar
gente. Sabía que era bastante atractivo. Había visto a más de una chica girarse
al pasar junto a él, para mirarlo. Trabajaba de informático en una empresa de
seguridad y lo hacía desde su casa. Tenía un horario flexible que le permitía
compaginar las dos vidas que llevaba. La de un trabajador modélico y eficiente
y la de un asesino serial, frío y calculador.
Se excusó diciéndole que esa noche no podía, pero le
prometió que al día siguiente irían a cenar.
Cumplió su palabra. Se presentó a la cita ojeroso. La
matanza del joven le había llevaba más tiempo del que había calculado. Estaba
muy cansado, pero a la ver eufórico por su primera cita. Cenaron, fueron a
bailar y acabaron en casa de la muchacha. Sentados en el sofá, mientras se
besaban, ella le susurró al oído “adónde tu piel me lleve ahí pienso anidar una
noche o una eternidad”. La palabra “piel” hizo que un resorte saltara en su
cabeza. Mil pensamientos se agolparon, cada cual más terrible, intentando salir
al exterior y ponerlos en práctica. Una lucha interna se estaba librando dentro
de él. Una voz le decía que ella sabía su secreto, conocía lo que hacía y que
aquello era una encerrona, que seguramente ya había alertado a la policía. Otra
voz le decía que aquello era una tontería que la mujer era sincera y que
simplemente le estaba haciendo un halago. Quiso creer a la segunda voz,
necesitaba creerla o se volvería loco.
Pero el siguiente comentario que hizo la joven desencadenó una furia de
mil demonios en su interior: “tu piel es tan suave…”
Se abalanzó sobre ella, presionándole el cuello con sus
manos hasta que la mujer dejó de respirar.
Luego la llevó hasta el sótano de su casa, donde
realizaba sus prácticas macabras.
Hizo lo mismo que con sus anteriores víctimas. Pero la
piel de la joven no la vendió. No podría hacerlo. Tenía otros planes para ella.
Después de curtirla y prepararla, la
llevó a hacer unos zapatos a medida. Anidaría en ellos, una noche o una
eternidad. Calzaría su recuerdo en busca de nuevas pieles.