Cuando
Alonso se despertó esa mañana lluviosa de abril, incluso antes de mirar la
hora, supo que llegaba tarde a la oficina. El despertador marcaba las nueve de
la mañana. No había sonado porque nunca lo ponía, prefería poner la alarma del móvil.
Se incorporó un poco, cogió el teléfono de la mesilla y vio que se había
quedado sin batería, misterio resuelto.
Intentó
levantarse de la cama. Le dolía todo el cuerpo. Se quedó un rato más tumbado
mirando el techo. Era la primera vez que se quedaba dormido, y sería también la
primera vez que llegaba tarde a trabajar. Siguió tumbado, esperando que la
pesadez de su cuerpo se fuera pasando. Cerró los ojos. Recordó que la tarde
anterior se había encontrado bastante mal, le dolía mucho la cabeza y le costaba
respirar. Se había tomado un par de aspirinas y se había metido en la cama
temprano.
Pensó en
llamar a la oficina diciendo que no iba a ir, pero desechó la idea: estaba
hasta arriba de papeleo. Se tomaría un café de camino al trabajo y se
encontraría como nuevo. Ahora tenía que concentrarse en reunir las fuerzas
suficientes para salir de la cama. Se levantó, se vistió y salió a la calle.
Decidió llamar un taxi. Divisó a uno que se acercaba y le hizo una señal, pero
no paró, como si no lo viera. “¡Que es mala suerte!”, pensó. Miró calle arriba
por si pasaba otro y nada. Tendría que ir caminando.
Media hora
después, estaba en la oficina. Al abrir la puerta, algunos compañeros se
giraron para mirarlo para luego volver a sus quehaceres. Mejor así, Alonso no
se encontraba con ánimos de hablar con nadie y mucho menos explicar que se
había quedado dormido.
La pesadez había pasado del cuerpo a centrarse
en las piernas. Andaba arrastrando los pies, tenía la sensación de que movía dos
pesados bloques de cemento.
Se encaminó
hacia su despacho, al fondo de la oficina. Entró, cerró la puerta tras de sí y
se preparó un café bien cargado, sin azúcar y dos aspirinas. Se sentó a la
mesa, abrió su portátil y se puso a revisar su correo. Los analgésicos y la
cafeína empezaban a hacerle efecto, se encontraba un poco más despejado. Pronto
incluso la pesadez en las piernas habría desaparecido, pensó sin mucha convicción.
El tiempo pasó deprisa, por lo menos para él.
Cuando levantó la cabeza vio por el cristal, de su despacho, que la oficina estaba
casi vacía. La gente se había ido a comer. Pensó en salir, pero la verdad era
que no tenía mucho apetito. Siguió trabajando.
Una idea se le cruzó por la cabeza, el
teléfono no había sonado en toda la mañana. Lo descolgó y vio que tenía línea.
Tampoco nadie había ido hasta su despacho a preguntar algo o simplemente a
saludarlo. Se sentía como si fuera invisible aquella mañana.
Se levantó,
salió de su despacho y fue hasta el baño. Se refrescó la cara con agua, se miró
en el espejo, su reflejo le mostró un rostro ojeroso y envejecido, con el pelo
blanco por el paso del tiempo.
Se había
quedado viudo hacía más de diez años. Echaba mucho de menos a Karina, su mujer.
No habían tenido hijos, y desde entonces vivía solo en un pequeño apartamento
en el centro que había alquilado tras la muerte de su esposa.
La salud de
Alonso no era todo lo buena que cabía desear. En su última revisión, de esto hacía
ya un año, le habían dicho que su corazón era débil y que tenía que cuidarse
más si quería llegar a la jubilación.
Pero lo que
vio en el espejo no le gustó nada. Estaba pálido, como si de un momento a otro
se fuera a desmayar. Tenía la piel seca, sin brillo, y las ojeras eran más
pronunciadas que nunca. Se empezó a poner nervioso, se secó las manos, y salió
del baño.
Decidió irse a
casa. Tal vez no debería haber ido a trabajar. Las aspirinas le habían hecho bien,
pero se notaba raro, sin fuerzas. Estaba nervioso, intranquilo. Seguro que era
sugestión, tenía que calmarse. Se había agobiado al verse en el espejo, había
visto el reflejo de una persona muy enferma.
Se fue a su
despacho, se sentó, se preparó otra taza de café y mientras se lo tomaba se
puso a mirar por la ventana. Tenía vistas a la calle, en esos momentos llena de
actividad, de gente y coches que iban y venían de sus quehaceres diarios.
Se dio cuenta
de lo estresante que era la ciudad. Llena de personas y de ruidos. Cada cual, a
sus cosas, como si el resto del mundo no existiera o fuera invisible. Cuando se
jubilara, pensó en irse a vivir a un sitio tranquilo, sin agobios, sin prisas.
Iría al campo. Cerca de un río o un lago para ir a pescar. ¿Cuánto hacía que no
pescaba? Muchos, muchos años. Tantos como los que hacía que se había quedado
solo. Solía ir a pescar con Karina. A ella le encantaba y él disfrutaba
viéndola feliz. Esta idea lo hizo animarse y olvidarse por un momento de aquel reflejo
que vio en el espejo del baño hacía un rato. Si pudiera verse ahora, vería que
sus mejillas habían adquirido un toque de color resultado de la emoción. Sí, lo
haría. Alquilaría una casita en el campo.
Decidió
terminar pronto para irse a casa. Se enfrascó de tal manera que un golpe de
nudillo en la puerta lo sobresaltó. El servicio de limpieza. Pero ¿tan tarde se
había hecho? Recogió sus cosas y se fue pidiéndoles disculpas. Ya no quedaba
nadie en la oficina. Ya no le dolía la cabeza. Se encontraba bien. Era una
agradable noche de abril, lloviznaba un poco. Decidió que le vendría bien hacer
el camino de regreso a cama caminando, disfrutando de la noche. Iba ensimismado
en sus pensamientos cuando escuchó una voz que lo llamaba por su nombre.
Reconoció en ella la voz de su amada esposa. Se paró y se giró sobresaltado.
Pensó que estaba soñando, no podía ser ella, pero, al mismo tiempo, deseaba
fervientemente, que aquella voz fuera la de su amada esposa. Y allí estaba, su
querida Karina, sonriéndole, tan guapa como la recordaba, alta, delgada, con su
melena rubia recogida en un moño, con un abrigo negro y un bolso rojo de asas
en su mano derecha. El bolso que él le había regalado por su último cumpleaños.
Estaba radiante, más guapa que nunca. Su primer impulso fue correr a su encuentro
y abrazarla, estrecharla entre sus brazos y besarla una y mil veces. ¡Cuánto la
echaba de menos!
Pero no
podía ser su amada, ella había muerto. Tenía que ser una ilusión, un fantasma
tal vez.
-Ven mi
amor, paseemos juntos, hace una noche preciosa. –le dijo su difunta esposa
mientras le tendía una mano.
Alonso no
sabía qué hacer. Si eso era un sueño no quería despertar jamás. No supo a ciencia
cierta qué le llevó a coger la mano de su mujer, pero así lo hizo. No la
abrazó, no la besó, simplemente se acercó a ella y se la agarró, con suavidad.
Estaba muy nervioso y tenía la mano húmeda, pero a ella no pareció importarle.
Y juntos siguieron caminando, en silencio. Un cúmulo de emociones recorrieron
su cuerpo, pero una de esas emociones era la que más sentía en ese momento:
paz.
El paseo les
llevó hasta el edificio donde vivía ahora. Allí había una ambulancia y un coche
de policía. Algo había pasado. En ese momento él quiso soltar la mano de su
esposa y preguntar qué había sucedido. Ella lo retuvo y le dijo: “espera, no
pasa nada”.
Él la miró a
los ojos. “Qué guapa es”, pensó, y fue cuando sintió que todo su amor hacia
ella, que nunca había desaparecido, afloraba como un manantial de emociones a
flor de piel.
-Mira-
le dijo ella, mientras con la mano señalaba hacia el portal donde vivía él.
Los sanitarios
estaban sacando una camilla. En ella había un cuerpo tapado con una sábana.
Alguien había
muerto en su edificio. Un brazo asomaba por debajo de ella, reconoció ese pijama,
y la alianza en la mano. Y entonces todo cobró sentido. Supo en ese instante
que ese cuerpo tapado con la sábana era el suyo. Supo a ciencia cierta que
había muerto.
Entonces
Karina lo rodeó con sus brazos, lo besó apasionadamente y le dijo: “Ahora estaremos
juntos para siempre, mi amor.”
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