sábado, 28 de noviembre de 2020

ALONSO

       



  

 

 

          Cuando Alonso se despertó esa mañana lluviosa de abril, incluso antes de mirar la hora, supo que llegaba tarde a la oficina. El despertador marcaba las nueve de la mañana. No había sonado porque nunca lo ponía, prefería poner la alarma del móvil. Se incorporó un poco, cogió el teléfono de la mesilla y vio que se había quedado sin batería, misterio resuelto.

         Intentó levantarse de la cama. Le dolía todo el cuerpo. Se quedó un rato más tumbado mirando el techo. Era la primera vez que se quedaba dormido, y sería también la primera vez que llegaba tarde a trabajar. Siguió tumbado, esperando que la pesadez de su cuerpo se fuera pasando. Cerró los ojos. Recordó que la tarde anterior se había encontrado bastante mal, le dolía mucho la cabeza y le costaba respirar. Se había tomado un par de aspirinas y se había metido en la cama temprano.

        Pensó en llamar a la oficina diciendo que no iba a ir, pero desechó la idea: estaba hasta arriba de papeleo. Se tomaría un café de camino al trabajo y se encontraría como nuevo. Ahora tenía que concentrarse en reunir las fuerzas suficientes para salir de la cama. Se levantó, se vistió y salió a la calle. Decidió llamar un taxi. Divisó a uno que se acercaba y le hizo una señal, pero no paró, como si no lo viera. “¡Que es mala suerte!”, pensó. Miró calle arriba por si pasaba otro y nada. Tendría que ir caminando.

        Media hora después, estaba en la oficina. Al abrir la puerta, algunos compañeros se giraron para mirarlo para luego volver a sus quehaceres. Mejor así, Alonso no se encontraba con ánimos de hablar con nadie y mucho menos explicar que se había quedado dormido.

     La pesadez había pasado del cuerpo a centrarse en las piernas. Andaba arrastrando los pies, tenía la sensación de que movía dos pesados bloques de cemento.

      Se encaminó hacia su despacho, al fondo de la oficina. Entró, cerró la puerta tras de sí y se preparó un café bien cargado, sin azúcar y dos aspirinas. Se sentó a la mesa, abrió su portátil y se puso a revisar su correo. Los analgésicos y la cafeína empezaban a hacerle efecto, se encontraba un poco más despejado. Pronto incluso la pesadez en las piernas habría desaparecido, pensó sin mucha convicción.

        El tiempo pasó deprisa, por lo menos para él. Cuando levantó la cabeza vio por el cristal, de su despacho, que la oficina estaba casi vacía. La gente se había ido a comer. Pensó en salir, pero la verdad era que no tenía mucho apetito. Siguió trabajando.

        Una idea se le cruzó por la cabeza, el teléfono no había sonado en toda la mañana. Lo descolgó y vio que tenía línea. Tampoco nadie había ido hasta su despacho a preguntar algo o simplemente a saludarlo. Se sentía como si fuera invisible aquella mañana.

       Se levantó, salió de su despacho y fue hasta el baño. Se refrescó la cara con agua, se miró en el espejo, su reflejo le mostró un rostro ojeroso y envejecido, con el pelo blanco por el paso del tiempo.

       Se había quedado viudo hacía más de diez años. Echaba mucho de menos a Karina, su mujer. No habían tenido hijos, y desde entonces vivía solo en un pequeño apartamento en el centro que había alquilado tras la muerte de su esposa.

      La salud de Alonso no era todo lo buena que cabía desear. En su última revisión, de esto hacía ya un año, le habían dicho que su corazón era débil y que tenía que cuidarse más si quería llegar a la jubilación.

      Pero lo que vio en el espejo no le gustó nada. Estaba pálido, como si de un momento a otro se fuera a desmayar. Tenía la piel seca, sin brillo, y las ojeras eran más pronunciadas que nunca. Se empezó a poner nervioso, se secó las manos, y salió del baño.

     Decidió irse a casa. Tal vez no debería haber ido a trabajar. Las aspirinas le habían hecho bien, pero se notaba raro, sin fuerzas. Estaba nervioso, intranquilo. Seguro que era sugestión, tenía que calmarse. Se había agobiado al verse en el espejo, había visto el reflejo de una persona muy enferma.

      Se fue a su despacho, se sentó, se preparó otra taza de café y mientras se lo tomaba se puso a mirar por la ventana. Tenía vistas a la calle, en esos momentos llena de actividad, de gente y coches que iban y venían de sus quehaceres diarios.

      Se dio cuenta de lo estresante que era la ciudad. Llena de personas y de ruidos. Cada cual, a sus cosas, como si el resto del mundo no existiera o fuera invisible. Cuando se jubilara, pensó en irse a vivir a un sitio tranquilo, sin agobios, sin prisas. Iría al campo. Cerca de un río o un lago para ir a pescar. ¿Cuánto hacía que no pescaba? Muchos, muchos años. Tantos como los que hacía que se había quedado solo. Solía ir a pescar con Karina. A ella le encantaba y él disfrutaba viéndola feliz. Esta idea lo hizo animarse y olvidarse por un momento de aquel reflejo que vio en el espejo del baño hacía un rato. Si pudiera verse ahora, vería que sus mejillas habían adquirido un toque de color resultado de la emoción. Sí, lo haría. Alquilaría una casita en el campo.

       Decidió terminar pronto para irse a casa. Se enfrascó de tal manera que un golpe de nudillo en la puerta lo sobresaltó. El servicio de limpieza. Pero ¿tan tarde se había hecho? Recogió sus cosas y se fue pidiéndoles disculpas. Ya no quedaba nadie en la oficina. Ya no le dolía la cabeza. Se encontraba bien. Era una agradable noche de abril, lloviznaba un poco. Decidió que le vendría bien hacer el camino de regreso a cama caminando, disfrutando de la noche. Iba ensimismado en sus pensamientos cuando escuchó una voz que lo llamaba por su nombre. Reconoció en ella la voz de su amada esposa. Se paró y se giró sobresaltado. Pensó que estaba soñando, no podía ser ella, pero, al mismo tiempo, deseaba fervientemente, que aquella voz fuera la de su amada esposa. Y allí estaba, su querida Karina, sonriéndole, tan guapa como la recordaba, alta, delgada, con su melena rubia recogida en un moño, con un abrigo negro y un bolso rojo de asas en su mano derecha. El bolso que él le había regalado por su último cumpleaños. Estaba radiante, más guapa que nunca. Su primer impulso fue correr a su encuentro y abrazarla, estrecharla entre sus brazos y besarla una y mil veces. ¡Cuánto la echaba de menos!

       Pero no podía ser su amada, ella había muerto. Tenía que ser una ilusión, un fantasma tal vez.

            -Ven mi amor, paseemos juntos, hace una noche preciosa. –le dijo su difunta esposa mientras le tendía una mano.

      Alonso no sabía qué hacer. Si eso era un sueño no quería despertar jamás. No supo a ciencia cierta qué le llevó a coger la mano de su mujer, pero así lo hizo. No la abrazó, no la besó, simplemente se acercó a ella y se la agarró, con suavidad. Estaba muy nervioso y tenía la mano húmeda, pero a ella no pareció importarle. Y juntos siguieron caminando, en silencio. Un cúmulo de emociones recorrieron su cuerpo, pero una de esas emociones era la que más sentía en ese momento: paz.

      El paseo les llevó hasta el edificio donde vivía ahora. Allí había una ambulancia y un coche de policía. Algo había pasado. En ese momento él quiso soltar la mano de su esposa y preguntar qué había sucedido. Ella lo retuvo y le dijo: “espera, no pasa nada”.

       Él la miró a los ojos. “Qué guapa es”, pensó, y fue cuando sintió que todo su amor hacia ella, que nunca había desaparecido, afloraba como un manantial de emociones a flor de piel.

           -Mira- le dijo ella, mientras con la mano señalaba hacia el portal donde vivía él.

     Los sanitarios estaban sacando una camilla. En ella había un cuerpo tapado con una sábana.

     Alguien había muerto en su edificio. Un brazo asomaba por debajo de ella, reconoció ese pijama, y la alianza en la mano. Y entonces todo cobró sentido. Supo en ese instante que ese cuerpo tapado con la sábana era el suyo. Supo a ciencia cierta que había muerto.

      Entonces Karina lo rodeó con sus brazos, lo besó apasionadamente y le dijo: “Ahora estaremos juntos para siempre, mi amor.”

 

 

 

 

 



               



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