Celia estaba en el huerto que tenía detrás de
su casa. Se había levantado temprano esa mañana con la idea de plantar algunas
hortalizas antes de que el sol estuviera alto y el calor apretara mucho.
Tenía pensado ampliar un poco el terreno
de cultivo. El año pasado sus verduras y hortalizas habían crecido mucho y la
cosecha había sido más que buena, así que este año iba a atreverse con melones
y sandías. Su vecina la había animado enseñándole el resultado de su cosecha
del año pasado: tenía unas sandías preciosas y los melones eran de un tamaño
considerable. Así que se puso manos a la obra y se dispuso a preparar la tierra
donde plantaría sus nuevas hortalizas.
Llevaba como unos diez minutos de trabajo
cuando se topó con algo duro que produjo un sonido metálico en contacto con la
azada. Repitió la operación en varios sitios cercanos al primero, con el mismo
resultado, así que llegó a la conclusión de que allí había algo enterrado.
Dejó la azada que estaba utilizando y fue
hasta el cobertizo en busca de una pala.
Se puso a cavar y pronto descubrió lo que había allí. Parecía una
puerta. Se arrodilló y con las manos empezó a quitar la tierra que la cubría.
Claramente aquello era una puerta que había visto tiempos mejores. Alguna vez
fue verde pero ahora se veía desgastada y con la pintura desconchada. Tenía una
manilla.
Tiró de ella sin mucho éxito al
principio, pero un par de intentos más hizo que esta cediera y se levantara. La
abrió de todo dejando que descansara en la tierra. Se asomó y vio unas
escaleras de piedra en forma de caracol que desaparecían en la oscuridad.
Se sacudió la tierra de las manos y se
dirigió hacia la casa. Entró en la cocina y estuvo hurgando en los cajones
hasta que dio con lo que buscaba: una linterna. Probó si funcionaba y
efectivamente así era.
Volvió al lugar donde había encontrado
aquella extraña puerta en medio de su huerto. Encendió la linterna y se dispuso
a bajar por aquellas escaleras. Cuando estaba en el tercer peldaño se paró y se
puso a pensar que tal vez no fuera buena idea bajar sola, quizá debería esperar
a que llegara Celso, su marido. No sabía lo que podría estar esperándote al
final de las escaleras.
Pero la curiosidad la estaba matando, así
que no se lo pensó más y siguió bajando. No fue contando los peldaños, pero le
parecieron muchos y seguían y seguían como si llegaran al mismísimo infierno,
ya se estaba planteando subir porque empezaba a estar asustada y cansada cuando
a la luz de la linterna pudo ver que las escaleras ya se habían terminado y que
estaba ante una puerta de color rojo, de un rojo muy intenso y que parecía
nueva, como si la acabaran de colocar allí.
Le pareció escuchar algo a sus espaldas,
se giró de golpe, pero no vio nada, iluminó con la linterna el lugar donde
creyó que había escuchado el ruido y se quedó boquiabierta al comprobar que las
escaleras habían desaparecido.
Empezó a sudar,
estaba muy nerviosa, no podía volver por las escaleras porque ya no estaban así
que la única salida era por la puerta roja que tenía delante.
Dirigió el haz de luz hacia allí y vio algo
escrito en ella, se acercó y leyó:
PIENSA UN LUGAR A DONDE TE GUSTARIA IR Y ABRE LA PUERTA
Celia no sabía qué pensar, ni qué hacer,
aquello le parecía muy extraño, quería salir de allí y volver a casa, cerró los
ojos y con mano temblorosa accionó la manilla y abrió la puerta, cuando los
volvió a abrir estaba en su cocina, todavía llevaba la linterna en la mano.
Estaba tan desorientada y tan
desconcertada que tuvo que sentarse para no caerse. El corazón parecía querer
salirse del pecho.
Cuando se repuso un poco salió de la casa y
se fue al huerto para cerciorarse de que todo aquello no había sido un sueño y
que la puerta seguía allí. Y efectivamente la puerta seguía en su sitio,
abierta como la había dejado ella, se asomó y vio que las escaleras volvían a
estar allí donde tenían que estar.
La cerró y volvió a casa. Ya no le
apetecía trabajar en el huerto. Tenía que llamar a su marido y contárselo,
aquello era muy extraño. Pero cuando llegó su marido a la hora de comer Celia
cambió de idea. Él casi la ignoró, la saludó de manera mecánica, se lavó las
manos y se sentó a la mesa para comer. Lo miró y por primera vez lo vio como
era realmente. Se había acostumbrado en los últimos meses a la frialdad de
Celso, a la ausencia de muestras de cariño, cuando le preguntaba al respeto él
se escudaba en el trabajo, que si estaba estresado, que si estaba cansado.
Siempre eran excusas. Ella quería creerle, porque era lo más fácil.
Llevaban unos 10 años casados. No tenían
hijos, ella había tenido un cáncer de ovarios y la habían tenido que operar,
eso conlleva a que tener un hijo propio era imposible. A él pareció no
importarle en un principio. Pero ella sabía, porque esas cosas se intuyen, que
algo había cambiado en su matrimonio. Las personas cambian con el tiempo, una
pareja evoluciona y nada es como al principio, pero aquello lo había cambiado
todo en su relación. Los últimos meses
pasaba mucho tiempo fuera de casa y hacía muchos viajes de negocios. No hacía
falta ser una lumbrera para ver las evidencias.
Y entonces tuvo una idea. Ese fin de
semana Celso, tenía una reunión de trabajo en la ciudad, trabajaba para el
sector inmobiliario, era su propio jefe y tenía que cerrar una importante
transacción que le aportaría muchos beneficios a su empresa. Así que Celia
esperó a que su marido se fuera.
Fue a la cocina a preparar una taza de café,
puso las noticias mientras daba sorbos a la taza con la mirada ausente. Pasada
casi una hora se levantó, cogió algo de uno de los cajones y lo metió en su
bolso. Se puso una gabardina negra, abrió la puerta de la calle y salió. Fue
hacia la parte de atrás de la casa donde estaba el huerto y la puerta que había
encontrado. La abrió, vio las escaleras, encendió la linterna y bajó hacia la
oscuridad.
Cuando llegó a la puerta roja pensó donde
quería estar, cerró los ojos y entonces tuvo la sensación de que algo se movía
bajo sus pies. Los abrió y descubrió que estaba en la parte de atrás de un
coche, estaba tumbada. Se quedó allí un rato sin moverse, sabía dónde estaba
podía ver a su marido al volante y una mano femenina que le acariciaba la
entrepierna. La dueña de aquella mano se llamaba Rita y era la secretaria.
Ellos no la habían visto todavía, llevaban la
música muy alta. Y estaban demasiado ocupados como para preocuparse quien había
aparecido en el asiento de atrás. Ella siguió allí tumbada. Esperando que el
valor que necesitaba le llegara en algún momento. A unos cinco kilómetros se
desviaron por una carretera secundaria, Celia pensó que si no lo hacía ahora ya
no podría hacerlo nunca.
Así que sacó una pistola de su
bolso, la había comprado hacía unos meses cuando en uno de los viajes “de
negocios” de su marido, estando sola en casa habían intentado forzar la puerta
de la calle, la cosa no llegó a más porque un vecino que en ese momento estaba
sacando la basura llamó a la policía al ver lo que estaba intentando hacer
aquel individuo, sacándole así las ganas de entrar en casas ajenas, pues bien
Celia la había escondido en uno de los cajones de la cocina, su marido no sabía
lo del arma, no sabía muy bien porque nunca se lo había dicho, y apuntó a Rita
en la cabeza, su marido la miró con los ojos abiertos como platos como si
hubiese visto un fantasma, Rita no
reaccionó porque antes de que pudiera hacerlo una bala le atravesó la cabeza.
Celso presa del pánico dio varios giros al volante antes de parar el coche
aterrorizado mientras no paraba de gritar a su mujer, maldiciendo e insultando,
Celia estaba disfrutando del momento, lo saboreaba porque sabía que la vida de
su marido estaba en sus manos, cuando el coche se hubo parado y con una sonrisa
en los labios no dudó en apretar el gatillo. La muerte de Celso fue instantánea.
Se apeó del coche, abrió la puerta del copiloto, sacó el cuerpo de la
secretaria y lo dejó en la cuneta. A continuación, hizo lo mismo con el cuerpo
de su marido. Luego lanzó la pistola lo más lejos que pudo.
Fue al maletero,
sacó un par de mantas que siempre llevaban por si tenían que hacer noche en el
coche, aunque ya hacía muchos años que no las utilizaban y las puso sobre los
asientos, cubriendo así la sangre que se había esparcido por ellos.
Cogió su bolso
de la parte de atrás, sacó unas toallitas húmedas, se limpió de sangre las
manos y la cara, puso la radio, sintonizó un canal de música, subió el volumen
considerablemente y se fue a casa.
Cuando llegó
allí, dejó el coche en el garaje, se quitó la gabardina manchada de sangre,
subió a su habitación, se duchó, se maquilló y se puso su mejor vestido, hizo
una maleta con lo imprescindible, y se dirigió a la puerta que la estaba
esperando y que le ofrecía un futuro esperanzador. Pensó dónde quería ir, la
abrió, esta vez no cerró los ojos, y desapareció.
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