lunes, 14 de diciembre de 2020

BOTONES

 




                                     Se levantó de la cama, llevaba horas dando vueltas y más vueltas sin poder conciliar el sueño. Decidió calentar un vaso de leche, tal vez le ayudaría a dormir. Desde la ventana de la cocina se veía el jardín. Era un noche fría, húmeda, había nevado. Una luna llena, esplendorosa, arrojaba luz sobre las sombras tenebrosas de la noche.

                        Entonces lo vio, a escasos metros de donde estaba, junto al viejo roble, una luz, parecía surgir de las profundidades de la tierra. 

                         Dejó el vaso de leche, a medio tomar, encima de la encimera y salió por la puerta trasera que daba al jardín. Fue acercándose poco a poco, como si estuviera hipnotizado, hasta aquella luz. 

                         Se arrodilló en la hierba y empezó a escarbar con las manos la tierra hasta toparse con algo sólido.

                         Botones dentro de un pequeño cofre enterrado en el jardín. Eran seis, grandes y dorados, desprendían una luz brillante, cautivadora. Los contempló fascinado durante unos minutos, luego se levantó, cerró la tapa y se encaminó lentamente hacia la casa.

                         Llevaba escasos metros caminando cuando notó calor en sus manos, era tibio, no quemaba, miró el cofre que llevaba entre ellas y vio que la tapa se había levantado y que salía un haz de luz del interior. Los botones se elevaban en el aire, desafiando la gravedad, se movían de un lado a otro, entrelazándose, siempre dentro del haz de luz, como si de una danza macabra se tratara.  Lo que ocurrió después fue tan rápido que el hombre no se dio cuenta de lo que había pasado.

                          Al día siguiente un compañero de trabajo preocupado por no tener noticia de él en todo el día, después de llamarlo repetidas veces al móvil, fue hasta su casa. Al no obtener respuesta al llamar al timbre, fue hacia la parte de atrás, donde estaba el jardín. No vio al hombre, en su lugar, vio un muñeco de nieve, vestido con una chaqueta roja, abrochada con cuatro botones dorados y otros dos a modo de ojos, desprendían una luz cegadora. Aquel muñeco se parecía a su amigo pero lo que más le asustó, si cabe, era la sonrisa que se dibujaba en su cara, era siniestra.

                        

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