Tras la pandemia que había azotado
al mundo entero, comenzaron los problemas. Eran muchos y diversos, pero el más
preocupante, si cabe, era el económico.
Miles de familias se quedaron sin
trabajo ya, no había ingresos, no podían comprar comida, los comedores sociales
no daban abasto, era tal la cantidad de personas que acudían diariamente que la
cosa se complicaba a pasos agigantados.
Aquellas familias desesperadas tenían
que hacer algo para no morirse de hambre. Las manifestaciones, motines y demás
se hacían a diario pidiendo trabajo y comida para sus hijos.
Pero las respuestas que esperaban
nunca llegaban. Todo eran promesas y palabrería barata, que a esas alturas ya
no convencían a nadie.
Pero luego, de repente, la cosa se
paró. La delincuencia empezó a bajar a pasos agigantados, ya no había robos, ni
saqueadores, ni nadie moría en la calle por no dar el último trozo de pan que
le quedaba.
El inspector Gutiérrez de la
policía, salió un día a pasear por la ciudad, parecía que ahora el mero hecho
de dar una vuelta ya no era un peligro.
Era por la mañana, hacia un día
soleado y el verano ya empezaba a repuntar.
Caminando por las calles, se dio
cuenta de que la gente apenas salía, se veía poca concurrencia, muchos
comercios cerrados, en otros todavía era visible lo que el vandalismo había
hecho en ellos, cristales rotos, pintadas en las paredes y puertas…
Pero le llamó la atención una
cosa. En su paseo, que se prolongó hasta la hora de comer no había visto ni un
solo perro ni ningún gato callejero.
Después de comerse un perrito
caliente en un puesto ambulante regresó a comisaria. Sobre su mesa había un
montón de papeleo. En las últimas veinticuatro horas habían desaparecido tres
hombres y dos mujeres sin dejar pista alguna de su paradero.
Las desapariciones ocurrían en
parques y en calles vacías siempre de noche.
Sus hombres habían salido a investigar
las desapariciones. Él se recostó en su silla y se puso a pensar.
Le había pasado algo por la
cabeza, que no le gustaba nada, pero siempre que tenía una corazonada de ese
tipo siempre acertaba, aunque para ser sincero esta vez esperaba estar
equivocado.
Pasaban los días y las
desapariciones iban en aumento, hombres y mujeres, de momento no había en la
lista ningún niño.
Un día cansado de no obtener
ninguna respuesta a tanta pregunta decidió hacer un poco de trabajo de campo y
salió al anochecer a dar una vuelta por la ciudad, esperando encontrar algo.
No había nadie por la calle,
la gente tenía miedo y en cuanto se ponía el sol se quedaba en sus casas.
Estaba cerca de la boca del metro cuando vio a dos tipos que llevaban un bulto
enorme tapado con una manta bajando las escaleras. Se escondió entre las sombras
para que no lo vieran. Luego los siguió silenciosamente a cierta distancia.
Aquellas personas se metieron
entre las vías del metro y desaparecieron. El inspector se asomó en el momento
en que entraban en un agujero que había en una de las paredes del túnel que
había escasos metros de donde estaba.
Siguió avanzando esperando que
las sombras fueran sus aliadas y no lo delatasen. Entró por aquel agujero en la
pared del túnel, apenas había visibilidad, estaba muy oscuro, encendió la
linterna de su móvil para orientarse y no chocar con nada que hiciera ruido y
lo delatara.
Avanzó unos metros hasta que
escuchó voces no muy lejos de donde estaba. Apagó la linterna y escuchó
atentamente. Se estaban acercando. Se escondió detrás de una columna a tiempo
de que no lo vieran.
-Tenemos que salir a buscar más
comida, cada vez somos más para comer y no llega. Y ahora lo tenemos más
difícil, la gente ya no sale por la noche a la calle. Tiene miedo.
El inspector se quedó
helado, sus sospechas, por desgracia, eran ciertas. La gente que desaparecía se
convertían en su comida.
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