Carmen era una
hechicera muy poderosa. Era joven y muy guapa, había nacido con aquel don, que había
heredado de su madre y ésta de su abuela y así de generación en generación. La
gente del pueblo acudía a ella para que le hiciera conjuros de lo más variopintos,
buenas cosechas, curación de animales y personas, de amor, suerte, trabajo. Lo
hacía por unas monedas o por algo de comida, cualquier cosa que le dieran a
cambio, para ella siempre era bienvenido. La gente la respetaba y temía. Por
donde ella pasaba se hacía un gran silencio, nadie se metía con ella, nadie la
provocaba. Sabían de su poder, de lo que era capaz de hacer. Un día un apuesto
joven se presentó en su casa. En el mismo instante que lo vio, quedó cautivada
por sus encantos, era apuesto, con un gran don de palabras y una amabilidad
inusual, nunca vista, un caballero de los pies a la cabeza. Ella se enamoró de
inmediato. Pero a partir de aquel momento todo cambió en el pueblo. Empezaron a
desaparecer niños de sus cunas, el pueblo entero estaba aterrado. Las madres lloraban,
rotas de dolor, por sus hijos. Lo que desconocía aquella buena gente era que el
oscuro había entrado en la vida de la hechicera. Ella le había vendido su alma
a cambio de su amor. Sus hechizos eran ahora de sangre, malvados, para calmar
la sed de su amado, que parecía no calmarse nunca. Siempre quería más y más y
ella nunca se negaba.
Una noche el pueblo entero apareció en su
casa. Sabían que era la culpable de todo lo malo que ocurría últimamente en el
pueblo y querían venganza. Habían preparado una hoguera donde la quemarían.
Atada en aquel poste de madera, rodeada de leña, Carmen escuchaba el zurear de
las palomas, y deseó ser una de ellas y volar libre, sin ataduras, y lloró por
haber sido tan estúpida y hacer daño a las gentes del pueblo que tan bien la habían
tratado siempre. Y se arrepintió de todo y su maltratado corazón esperaba que
algún día les perdonara. Estaba anocheciendo. Si la gente del pueblo no
estuviera tan ocupada en encender la hoguera y su sed de venganza no les hubiera
nublado la vista, podrían haber escuchado los gritos de perdón de Carmen, y haber
visto entre los árboles del bosque, que les rodeaba, unas figuras blancas.
La leña empezó a
arder. El oscuro apareció de la nada, delante de la hoguera, la gente se iba
apartando, quedando en círculo en torno a él. Reclamaba lo que era suyo, el
alma de la joven que pronto seria consumida por las llamas. Aquellas figuras
blancas del bosque comenzaron a caminar hacia la hoguera. Eran muchas, eran las
almas de las hechiceras que habían sido quemadas en la hoguera a lo largo de la
historia, mujeres y niñas condenadas por actos que no habían cometido, acusadas
injustamente de utilizar su magia para hacer el mal. Querían ayudar a Carmen,
que su alma pura no cayera en las manos del oscuro. La gente del pueblo no se
movió, nadie hablaba, nadie hacia nada, porque nada podían hacer y lo sabían. Aquello
estaba fuera de su control. Se fueron acercando, poco a poco, paso a paso,
mientras el oscuro, ajeno a lo que estaba aconteciendo, clamaba lo que pensaba
que le pertenecía. Llevaban algo entre sus brazos, eran bebés, los bebés que habían
sido arrebatados a sus madres, y estaban con vida, aquello era un milagro.
Rodearon a aquel demonio que lejos de atemorizarse las retó. No iba a asustarse
por unas débiles mujeres. Su orgullo no le hizo ver que estaba solo frente a un
ejército de almas en busca de venganza y cada vez eran más y más.
Los niños fueron
entregados a sus madres, que los recogieron entre sus brazos entre sollozos y risas.
Luego fueron a por él. Lo rodearon. Él notó que su fuerza iba disminuyendo,
aquellas almas habían unido su poder, haciéndose muy poderosas. Finalmente, el
oscuro se dio cuenta de su desventaja y como llegó desapareció, no sin antes
jurar que se vengaría de cada una de ellas. Un juramento en vano, fruto de la
presión y un orgullo herido. Apagaron el fuego y desataron el cuerpo sin vida
de Carmen. Los habitantes del pueblo prometieron darle una digna sepultura en
tierra sagrada. Sus pecados habían expiado. Las mujeres volvieron al bosque,
pero ahora una más iba con ellas. Carmen las acompañaría para siempre, al fin
era libre.
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