sábado, 6 de febrero de 2021

NO ENCIENDAS LA LUZ

 



Decidieron hacer un viaje por el interior del país, recorriendo los pueblos, buscando mitos, leyendas e historias que les pudieran contar la gente que vivía en ellos. Ana y Juan eran pareja, trabajaban para una revista especializada en viajes como colaboradores. Tenían un proyecto entre manos, necesitaban recopilar toda la información que pudieran, para llevarlo a cabo, así que un sábado por la mañana se pusieron en camino en la vieja furgoneta que tenían que era un milagro que siguiera funcionando.

El tiempo parecía acompañarlos. La primavera había llegado para quedarse, se plasmaba su presencia en el verde de los campos y en las flores que veían por doquier de todos los colores y tamaños. Los pájaros trinaban con más fuerza que nunca y los árboles frutales estaban floreciendo.

La acogida de las gentes de los pueblos que visitaban, era cálida y acogedora. Y en los tres días que llevaban de viaje ya tenían mucho más material del que habían imaginado cuando emprendieron aquella aventura.

Llevaban anotados en una libreta los pueblos que tenían pensado visitar. Ana la consultó, faltaban sólo tres pueblos. Uno de ellos estaba a pocos kilómetros de donde se encontraban. Se encaminaron hacia allí. A pocos metros del pueblo las cosas empezaron a cambiar. La vegetación cambió de repente, pasando del verde de los prados, a una zona árida, sin vida. No se oía el trinar de los pájaros, ni se apreciaba atisbo de vida alguno. En la entrada del pueblo había un cartel que rezaba: BIENVENIDOS A TALOS, PUEBLO MINERO.

Las casas estaban cubiertas de hiedras venenosas y espinos. El pueblo tenía el aspecto de estar vacío, abandonado, con signos más que visibles de derrumbe y deterioro.

Recorrieron la calle principal, con el corazón sobrecogido.

Las luces de las farolas estaban rotas, los cables de la electricidad arrancados y tirados por el suelo.

Se estaban poniendo nerviosos, aquel sitio les causaba escalofríos, se miraron y sin mediar palabra supieron que tenían que irse de allí lo más rápido posible. Juan pisó a fondo el acelerador de la furgoneta, la imperiosa necesidad de alejarse de aquel lugar era acuciante. Entonces lo vieron. Un hombre, sentado en una silla delante de una casa. Tenía algo entre las manos, pero no podían ver con claridad lo que era desde donde estaban.

Juan paró la furgoneta, dando un frenazo a escasos metros de aquel hombre, que pareció no darse cuenta. Era un anciano, con el cabello largo y la barba blanca y espesa. Entre las manos tenía un cuchillo. Delante de él había una mesa, en ella descansaba una figura de unos veinte centímetros, con la forma de un hombre, Juan vio el parecido que tenía con ella, el hombre en esos momentos tallaba un trozo de madera con la forma de una mujer, sorprendentemente se parecía mucho a Ana.

Se bajaron de la furgoneta y se dirigieron hacia él. El hombre ajeno a todo lo que le rodeaba, ni levantó cabeza para observarlos, sólo cuando ellos le saludaron, el masculló algo entre dientes, parecido a una maldición. Ana y Juan visiblemente nerviosos se acercaron un poco más a aquel hombre, con cautela. Éste, por fin, levantó la mirada y los observó detenidamente, parecía enfadado.

-No deberían estar aquí –les dijo.

-Sentimos mucho molestarle –se disculpó Juan- estamos recorriendo los pueblos del interior del país. Hablamos con la gente y les animamos a que nos cuenten historias relacionadas con ellos, sobre crímenes, fantasmas, todo eso. ¿Le importa que le haga unas preguntas?

El silencio del hombre hizo que Juan pensara que no era una negativa así que se aventuró a seguir preguntándole:

- ¿Qué pasó aquí?, hemos visto que el pueblo está abandonado.

El hombre miró a su alrededor y dijo:

-Está oscureciendo, es mejor que entremos en casa –sentenció.

Ana y Juan lo siguieron al interior de la vivienda. Era sencilla, los muebles se veían viejos y ajados, pero estaba todo muy limpio y ordenado. Los llevó hasta la cocina. Se sentaron en penumbra, aquel hombre no hizo ni el amago de encender una luz. Eso les pareció raro a Ana y a Juan, había una nevera que funcionaba, así que tenía que haber electricidad en aquella casa. ¿Por qué aquel hombre no encendía la luz? Miraron la lámpara que colgaba del techo y vieron que le faltaba la bombilla y pensaron que seguramente sería así en el resto de la casa.

-Pase lo que pase aquí a partir de ahora, no enciendan ninguna luz, si quieren seguir con vida, no se olviden de lo que les acabo de decir.

Ana y Juan se miraron entre ellos sin entender lo que estaba pasando. El hombre les sirvió café, se sentó con ellos y comenzó a hablar.

“Hubo un tiempo en que este pueblo era rico y próspero. Teníamos una mina de carbón que alimentaba a muchas familias. Los hombres trabajaban de sol a sol, pero no les importaba porque aquello significaba que sus hijos y sus mujeres no pasaran hambre. Durante años fueron cavando y cavando metros y metros de profundidad, alguno que otro bromeaba diciendo que a ese ritmo llegarían hasta el mismísimo infierno -soltó una carcajada mostrando una dentadura sucia y negra- Y no se equivocaron en sus predicciones. Un día se encontraron con algo inusual en una mina de carbón, o en cualquier otro sitio, ya puestos. Sus picos y palas se toparon con algo, que, por el ruido que producían parecía de metal, y así fue. Siguieron cavando hasta que se toparon con diez ataúdes enterrados muchos años atrás. Los sacaron al exterior. Estaba anocheciendo. Los pusieron en hilera delante de la mina, para que todo el pueblo pudiera contemplarlos. Iluminaron el lugar poniendo los coches de manera que los faros encendidos arrojaran luz sobre ellos. Entre los curiosos se encontraba una mujer, muy anciana, que vivía en ese pueblo desde mucho tiempo, antes incluso de que vivieran los abuelos de los allí presente. Nunca ocultó sus poderes curativos y de predicción. Todos, sin excepción, la respetábamos y la temíamos. Desde niños habíamos oídos infinidad de historias sobre ella, nada buenas, la verdad, pero si la respetabas, ella hacia lo mismo, pero pobre del que se cruzara en su camino, -el hombre sacudió la cabeza, luego prosiguió- Esa mujer se acercó a los ataúdes allí postrados. Con ayuda de los hombres allí presentes, levantó una de las tapas. Al ver aquel cuerpo, la expresión de su cara se tornó en puro terror. De dentro salió un humo negro que quedó flotando sobre el cadáver. La policía había llegado, intentaban abrirse paso entre la multitud allí congregada. Estaban llegando hasta los ataúdes cuando se escuchó un estruendo, como si una bomba hubiera estallado. La mina explotó, menos mal que ya no quedaba nadie dentro, sino aquello hubiera sido una catástrofe. Pero lo peor estaba por llegar. Las tapas de los ataúdes se abrieron en el momento de la explosión. Humos negros salieron de cada uno de ellos, quedando flotando sobre los cuerpos. El miedo nos dejó petrificados, no nos podíamos mover, aunque quisiéramos, aquel humo negro empezó a tomar forma. La bruja nos gritaba que no los mirásemos a la cara. Pero eso es lo que hacían la mayoría, mirarlos. Yo estaba de espalda a ellos, y no podía ver la cara de esas figuras fantasmagóricas. Entonces ocurrió algo que va más allá de cualquier entendimiento. La gente empezó a quemarse, reduciéndose a cenizas en poco tiempo. Los que pudieron reaccionar ante lo que estaban viendo escaparon despavoridos. Noté que me agarraban de un brazo y tiraban de mí. Yo por aquel entonces era joven y fuerte, pero aquella mano tenía más fuerza que veinte hombres juntos. Miré y era aquella anciana que me arrastraba con ella hacia el bosque. Corrimos como almas que lleva el diablo, no sé cuánto tiempo, pero fue mucho, me dolían los pies y me faltaba el aire. Entonces llegamos a un claro, nos sentamos sobre unos troncos caídos y allí me explicó que era todo aquello. Aquellos cuerpos allí enterrados pertenecían a gente de la peor calaña, asesinos, ladrones y violadores. Estaban bajo una maldición, estarían enterrados en la oscuridad por toda la eternidad junto con sus almas. Lo que habíamos hecho, era quebrantar aquella maldición al desenterrarlos, y al abrir los ataúdes las habíamos liberado. Yo me estremecí. Pero ella continuó hablando obviando el pánico que iba creciendo en mi interior. Al ser seres oscuros, odiaban la luz, al impactar contra ellos la devuelven en forma de calor haciendo que se quemen y queden reducidos a cenizas.

Bebió el café de la taza, mientras en la cocina se había hecho un silencio casi sepulcral. Ana y Juan se miraron sin poder creerse aquella historia. Pero no dijeron nada. Ellos también apuraron su taza. El anciano continuó hablando:

Yo quise volver al pueblo y ver si mi familia seguía con vida. Pero en todas partes había cenizas y más cenizas, no quedaba nadie con vida. Intenté irme, varias veces para ser exactos, pero cuando pongo un pie fuera de los límites del pueblo, siento un calor tan grande que me provoca quemaduras. Se remangó el jersey que llevaba puesto y les mostró unas marcas en la piel, que se veía claramente que eran producidas por el fuego.

Ésta es mi casa, en la que nací y compartía con mis padres y mis hermanos, aprendí a vivir con esos seres, si no hay luz, no hay peligro. Sólo se acercan al anochecer. La luz del sol les hace daño. Ana le preguntó de dónde sacaban la comida, porque no habían visto un solo animal, ni vida alguna desde que habían entrado en el pueblo. Un ruido a sus espaldas los sobresaltó, intentaron levantarse, pero sentían las piernas muy pesadas como si fueran bloques de cemento, empezaron a sentirse mareados y somnolientos. Detrás de ellos apareció una anciana, de una edad indeterminada. Se dieron cuenta de que era aquella bruja que le había salvado la vida a aquel hombre. Portaba un hacha en su mano derecha que descargó sobre el hombre, luego sobre la mujer. La respuesta a la pregunta de Ana había llegado para desgracia de ellos.

 


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