sábado, 13 de marzo de 2021

EL TENDERO

 


Quesos por todas partes. Aquello era el paraíso para los amantes de aquel producto. Yo lo odiaba. Pero a mi marido le encantaba y yo, como no, era la encargada de comprárselo. Cerca de casa vi esa tienda. El escaparate estaba hasta arriba de quesos. Era el primer día que abría. Entré. Era la típica tienda de barrio y el tendero, un señor mayor, llevaba un delantal blanco, impoluto. Al otro lado del mostrador me recibió con una gran sonrisa. Le expliqué la obsesión de mi marido por los quesos y muy amablemente me hizo una bandejita, muy chula, por cierto, con una gran variedad de ellos. Repetí la visita todas las semanas, mi marido estaba encantado con aquellos quesos que le llevaba. Un día, entré y el tendero no estaba tras el mostrador, lo llamé, pero no recibí respuesta. Me parecía extraño que hubiese dejado la tienda sola. Así que me adentré en la trastienda, pensando que, tal vez, se encontraba mal y necesitaba ayuda o que no me había escuchado entrar, a pesar de que una campanita colgada sobre la puerta avisaba de la entrada de los clientes. No pensé, en ese momento, que estaba siendo una fisgona y estaba violando su intimidad. Pesaba más mi preocupación por aquel anciano, que tan amablemente se había portado siempre conmigo, que el hecho de colarme en una parte privada. Entré. Tampoco estaba. Pero me sorprendió algo, que a simple vista parecía que estaba fuera de lugar. Había tres puertas al fondo, cada una pintada de un color distinto, eso es lo que me llamó la atención, ¿quién pinta las puertas distintos colores? Yo no lo haría. Una era verde, otra roja y la otra blanca. Nerviosa, miré hacia ambos lados. Como si fuera a cometer un delito. Al fin y al cabo, iba a dar un paso más en violar la intimidad de aquel hombre. No sé por qué, pero me puse nerviosa. Nadie. Abrí la verde, había un baño, luego abrí la roja, era un almacén lleno de cajas, muy desordenado y sucio y por último abrí la blanca, una gélida brisa me dio de lleno en la cara como una bofetada y delante de mí vi pingüinos. Un carraspeo a mis espaldas hizo que me girara. El anciano me observaba desde el otro extremo de la habitación. El corazón me latía muy deprisa en el pecho. Lo miré asustada, como si fuera una niña pequeña que la acaban de pillar haciendo una trastada, él me miró, pero no vi enfado en su cara, en ella estaba aquella sonrisa amable y bonachona con la que siempre me recibía. Aquel detalle hizo que me relajara, por lo menos un poco. Aunque esperaba, como no, y con todo su derecho a hacerlo, una regañina por su parte. Pero no fue así. Me mostró una silla de madera, ajada por el paso de los años y con un ademán me indicó que me sentara, así lo hice, él hizo lo propio en otra que colocó muy cerca de mí. Seguía mirándome sin mediar palabra. Abrí la boca para pedirle disculpas por mi atrevimiento, pero él amplió más su sonrisa dándome confianza. Entonces habló. Y lo hizo de manera pausada, como si le relatara una historia a un niño pequeño antes de irse a dormir.

-Lo que has visto tras esa puerta te dejó desconcertada. Pero no temas, todo tiene una explicación. La primera puerta, la verde, es tu pasado, un tiempo que se esfumó y despareció por el retrete y no volverá jamás, lo que hayamos hecho, bueno o malo, determinará el presente, que es la puerta roja. Has visto un almacén, sucio y desordenado, porque así es como te sientes ahora mismo, en tu vida falta algo, algo que necesitas tanto como el aire que respiras pero que no puedes conseguir. Tu futuro, la puerta blanca, se presenta así, frío, inhóspito, sino enmiendas tu presente.

Lo miré desconcertada. Él continuó hablando.

-Deseas sobre todas las cosas ser madre. Y ese deseo te fue denegado.

Unas lágrimas empaparon mis mejillas. Había acertado.

-Yo puedo solucionar eso. Pero todo tiene un coste. Si aceptas mi ayuda, aceptarás lo que quiero. Depende de ti aceptar mi proposición. Eres libre para hacerlo.

Estuvo hablando un rato más y yo acepté las condiciones de aquel “contrato”.

Meses después tuve mi primer hijo, aquel fue un momento inolvidable, maravilloso, un sueño hecho realidad, mi marido y yo estábamos pletóricos. Un par de años después vino una niña a colmar de felicidad nuestro hogar. A aquel anciano no lo volví a ver, de hecho, la tienda de quesos que regentaba pasó a convertirse en una tienda de ropa. A medida que pasaban los años, me fui relajando. Tal vez aquella conversación en la trastienda con aquel anciano hubiera sido un sueño, o tal vez, el “contrato” había expiado. Pero me volví a quedar embarazada. Entonces supe que lo volvería a ver.

El día del parto, en la maternidad, un parto difícil, porque el niño venía de nalgas, lo vi. Aquella sonrisa amable dibujada en su cara no me inspiró la confianza de años atrás, esta vez un escalofrío recorrió mi cuerpo de pies a cabeza. Parecía que nadie más lo veía salvo yo. Grité desesperada mirando hacia la pared donde estaba aquel hombre apoyado, sonriéndome, pero nadie me podía ayudar. Se acercó a mí y me susurró al oído “vengo a cobrar lo que me debes”. Sabía lo que eso significaba, venía a buscar el alma de mi pequeño recién nacido, eso era lo que quería, porque él mismo me lo había dicho aquel día en la trastienda. “El pago será el alma de tu último hijo”.


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