Quesos por todas partes. Aquello era el paraíso para los
amantes de aquel producto. Yo lo odiaba. Pero a mi marido le encantaba y yo, como
no, era la encargada de comprárselo. Cerca de casa vi esa tienda. El escaparate
estaba hasta arriba de quesos. Era el primer día que abría. Entré. Era la
típica tienda de barrio y el tendero, un señor mayor, llevaba un delantal
blanco, impoluto. Al otro lado del mostrador me recibió con una gran sonrisa.
Le expliqué la obsesión de mi marido por los quesos y muy amablemente me hizo
una bandejita, muy chula, por cierto, con una gran variedad de ellos. Repetí la
visita todas las semanas, mi marido estaba encantado con aquellos quesos que le
llevaba. Un día, entré y el tendero no estaba tras el mostrador, lo llamé, pero
no recibí respuesta. Me parecía extraño que hubiese dejado la tienda sola. Así que
me adentré en la trastienda, pensando que, tal vez, se encontraba mal y
necesitaba ayuda o que no me había escuchado entrar, a pesar de que una
campanita colgada sobre la puerta avisaba de la entrada de los clientes. No
pensé, en ese momento, que estaba siendo una fisgona y estaba violando su
intimidad. Pesaba más mi preocupación por aquel anciano, que tan amablemente se
había portado siempre conmigo, que el hecho de colarme en una parte privada. Entré.
Tampoco estaba. Pero me sorprendió algo, que a simple vista parecía que estaba
fuera de lugar. Había tres puertas al fondo, cada una pintada de un color
distinto, eso es lo que me llamó la atención, ¿quién pinta las puertas
distintos colores? Yo no lo haría. Una era verde, otra roja y la otra blanca.
Nerviosa, miré hacia ambos lados. Como si fuera a cometer un delito. Al fin y
al cabo, iba a dar un paso más en violar la intimidad de aquel hombre. No sé
por qué, pero me puse nerviosa. Nadie. Abrí la verde, había un baño, luego abrí
la roja, era un almacén lleno de cajas, muy desordenado y sucio y por último
abrí la blanca, una gélida brisa me dio de lleno en la cara como una bofetada y
delante de mí vi pingüinos. Un carraspeo a mis espaldas hizo que me girara. El
anciano me observaba desde el otro extremo de la habitación. El corazón me
latía muy deprisa en el pecho. Lo miré asustada, como si fuera una niña pequeña
que la acaban de pillar haciendo una trastada, él me miró, pero no vi enfado en
su cara, en ella estaba aquella sonrisa amable y bonachona con la que siempre
me recibía. Aquel detalle hizo que me relajara, por lo menos un poco. Aunque esperaba,
como no, y con todo su derecho a hacerlo, una regañina por su parte. Pero no
fue así. Me mostró una silla de madera, ajada por el paso de los años y con un
ademán me indicó que me sentara, así lo hice, él hizo lo propio en otra que
colocó muy cerca de mí. Seguía mirándome sin mediar palabra. Abrí la boca para
pedirle disculpas por mi atrevimiento, pero él amplió más su sonrisa dándome
confianza. Entonces habló. Y lo hizo de manera pausada, como si le relatara una
historia a un niño pequeño antes de irse a dormir.
-Lo que has visto tras esa puerta te dejó desconcertada.
Pero no temas, todo tiene una explicación. La primera puerta, la verde, es tu
pasado, un tiempo que se esfumó y despareció por el retrete y no volverá jamás,
lo que hayamos hecho, bueno o malo, determinará el presente, que es la puerta
roja. Has visto un almacén, sucio y desordenado, porque así es como te sientes
ahora mismo, en tu vida falta algo, algo que necesitas tanto como el aire que
respiras pero que no puedes conseguir. Tu futuro, la puerta blanca, se presenta
así, frío, inhóspito, sino enmiendas tu presente.
Lo miré desconcertada. Él continuó hablando.
-Deseas sobre todas las cosas ser madre. Y ese deseo te
fue denegado.
Unas lágrimas empaparon mis mejillas. Había acertado.
-Yo puedo solucionar eso. Pero todo tiene un coste. Si
aceptas mi ayuda, aceptarás lo que quiero. Depende de ti aceptar mi proposición.
Eres libre para hacerlo.
Estuvo hablando un rato más y yo acepté las condiciones
de aquel “contrato”.
Meses después tuve mi primer hijo, aquel fue un momento
inolvidable, maravilloso, un sueño hecho realidad, mi marido y yo estábamos
pletóricos. Un par de años después vino una niña a colmar de felicidad nuestro
hogar. A aquel anciano no lo volví a ver, de hecho, la tienda de quesos que
regentaba pasó a convertirse en una tienda de ropa. A medida que pasaban los
años, me fui relajando. Tal vez aquella conversación en la trastienda con aquel
anciano hubiera sido un sueño, o tal vez, el “contrato” había expiado. Pero me
volví a quedar embarazada. Entonces supe que lo volvería a ver.
El día del parto, en la maternidad, un parto difícil,
porque el niño venía de nalgas, lo vi. Aquella sonrisa amable dibujada en su cara
no me inspiró la confianza de años atrás, esta vez un escalofrío recorrió mi
cuerpo de pies a cabeza. Parecía que nadie más lo veía salvo yo. Grité
desesperada mirando hacia la pared donde estaba aquel hombre apoyado,
sonriéndome, pero nadie me podía ayudar. Se acercó a mí y me susurró al oído “vengo
a cobrar lo que me debes”. Sabía lo que eso significaba, venía a buscar el alma
de mi pequeño recién nacido, eso era lo que quería, porque él mismo me lo había
dicho aquel día en la trastienda. “El pago será el alma de tu último hijo”.
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