viernes, 19 de marzo de 2021

EXTRAÑA LLAMADA

 

 

 

Es una tarde de viernes lluviosa, abro el paraguas. Mi hermano y yo quedamos con unos amigos. La noche anterior, a la salida de clase, le habían dicho que habían encontrado algo que teníamos que ver. La intriga nos estaba matando. Éramos los descendientes de la gran guerra. El mundo había quedado asolado y solo un puñado de gente había sobrevivido. Vivíamos en una colonia, somos unas quinientas personas, mujeres, hombres y niños que tratábamos de sobrevivir al día a día. Cultivamos las tierras, habíamos hecho un sistema de regadío, aprovechando un río que teníamos muy cerca. Reconstruimos casas, hicimos una escuela y un hospital, adquirimos conocimientos gracias a libros que hemos ido encontrando y recopilando de generación en generación, así como grabaciones de audio. Logramos volver a tener electricidad y teléfono. Pero aquel virus que nos llevó al desastre mundial, todavía pululaba entre nosotros. Las vacunas no habían funcionado y no teníamos unas nuevas, por lo menos de momento. De vez en cuando salían partidas, de gente, que tardaban más en regresar a casa, porque cada vez que salían iban un poco más lejos. Llegaban con descubrimientos nuevos, vestigios del pasado, de hacía mil años, y gracias a ellos intentábamos avanzar, paso a paso. Pero todavía nos quedaba mucho por hacer. Necesitábamos recursos y sobre todo esperanza porque estábamos a las puertas de la extinción total del ser humano.

Cuando llegamos al lugar de encuentro, las ruinas de una casa, que algún día fue un lugar de culto, nos dirigimos hacia el fondo del recinto, allí había una trampilla en el suelo, metálica, cubierta por una ajada alfombra de color rojo. La habíamos descubierto tiempo atrás, de casualidad, mientras pasábamos el rato tirando piedras a los pocos cristales que todavía quedaban. No nos juzguen, somos apenas unos adolescentes, sin mucho donde divertirnos. Allí abajo no había electricidad, habían encendido unas velas, tenían algo entre las manos. Como un libro, eran un álbum de fotos tomadas con una cámara, sabíamos cómo eran, teníamos algunas en la colonia, aunque no funcionaban. Mostraban ciudades, monumentos, fuentes, niños jugando, mayores preparando la comida, siempre salía la misma gente, seguramente se trataba de una familia que se había ido de vacaciones. También había fotos de caballos y herraduras. Estábamos hipnotizados ante aquella visión. Qué bonito se veía todo. No pudimos evitar derramar unas lágrimas por la emoción que nos embargaba. Ninguno de los presentes había vivido algo así y los que lo hicieron, llevaban mucho tiempo muertos y no podían contarlo. Nos quedamos en silencio. Entonces se me ocurrió algo y se lo hice saber a ellos. Era escalofriante, pero podía resultar. Me dijeron que aquello era una locura.

Aquel lugar estaba lleno de cosas que habíamos ido recopilando los cuatro, a lo largo de los años, y habíamos ido construyendo, casi sin darnos cuenta, un santuario de reliquias de todo tipo de aquella época. Una de ellas era un libro muy gordo, lleno de números de teléfono. Un listín telefónico. Estaba lleno de anuncios que nos asombraban, uno de ellos era el de una mujer con el hábito de fumar. Nosotros teníamos un teléfono fijo en la colonia. Se utilizaba para comunicarnos con otras comunidades que había a lo largo y ancho del mundo. No eran muchas, tal vez una docena a lo sumo. Pero gracias a ello podríamos saber cómo les iba, la gente que sucumbía al virus, y todo lo que nos quisieran contar.

Arranqué una página de aquel listín que era de una ciudad que había existido allí, donde vivíamos nosotros y de la que ahora sólo quedaban ruinas, y la guardé en mi bolsillo. Regresamos a la colonia, olía a tarta de arándanos. Entramos en el despacho de René que era nuestro presidente. La puerta siempre estaba abierta. Ahora teníamos que dar el mensaje. Y esperábamos que nos creyeran. Que nos hicieran caso. Teníamos que viajar en el tiempo para avisar a la gente, de mil años atrás, de lo que iba a suceder. Sabíamos cómo hacerlo, había que aprovechar el equinoccio que se produciría aquel día y que era una puerta para viajar en el tiempo. Llamamos al primer número de aquella hoja. Estábamos muy nerviosos. Nos contestaron al segundo tono. Una voz somnolienta nos respondió al otro lado de la línea. Yo era la que había marcado y a la que le tocaba hablar. Me presenté y le dije que tenía un mensaje que darle. Le empecé a contar lo que iba a pasar y la línea se cortó. Me había colgado. En vez de desesperarme marqué otro número. Esta vez no me colgaron. Un silencio bastante incómodo, se produjo al otro lado del teléfono. Al final cuando aquella persona me habló, me pidió pruebas. Teníamos unas cuantas.

Aquel hombre que recibió aquella extraña llamada se quedó de piedra ante lo que le habían contado. Su primera reacción fue la de colgar el teléfono. Pero no sabía por qué no lo había hecho. Aquello sonaba a ciencia ficción. La persona que hablaba parecía una chiquilla desesperada. Pero tenía pruebas y se las iba a dejar a las 10 de la mañana en un parque cerca de su casa. No perdía nada por ir hasta allí y ver por sus propios ojos si era verdad o no. Lo que encontró fue un gran sobre, pero ni rastro del que lo había dejado. Se sentó en un banco, lo abrió y empezó a sacar las probables pruebas que había dejado. Quedó estupefacto ante lo que estaba viendo. Aquello, si era verdad, era de una gravedad a nivel mundial, terrible. Sabía a quién recurrir, tenía muchos medios a su alcance, por algo era el primer ministro de la Nación. Había que tomar medidas urgentemente.


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