Es una tarde de viernes lluviosa, abro el paraguas. Mi hermano y yo quedamos con
unos amigos. La noche anterior, a la salida de clase, le habían dicho que
habían encontrado algo que teníamos que ver. La intriga nos estaba matando. Éramos
los descendientes de la gran guerra. El mundo había quedado asolado y solo un
puñado de gente había sobrevivido. Vivíamos en una colonia, somos unas
quinientas personas, mujeres, hombres y niños que tratábamos de sobrevivir al día
a día. Cultivamos las tierras, habíamos hecho un sistema de regadío,
aprovechando un río que teníamos muy cerca. Reconstruimos casas, hicimos una escuela
y un hospital, adquirimos conocimientos gracias a libros que hemos ido encontrando
y recopilando de generación en generación, así como grabaciones de audio.
Logramos volver a tener electricidad y teléfono. Pero aquel virus que nos llevó
al desastre mundial, todavía pululaba entre nosotros. Las vacunas no habían
funcionado y no teníamos unas nuevas, por lo menos de momento. De vez en cuando
salían partidas, de gente, que tardaban más en regresar a casa, porque cada vez
que salían iban un poco más lejos. Llegaban con descubrimientos nuevos,
vestigios del pasado, de hacía mil años, y gracias a ellos intentábamos avanzar,
paso a paso. Pero todavía nos quedaba mucho por hacer. Necesitábamos recursos y
sobre todo esperanza porque estábamos a las puertas de la extinción total del
ser humano.
Cuando llegamos al lugar de encuentro, las ruinas de una casa,
que algún día fue un lugar de culto, nos dirigimos hacia el fondo del recinto, allí
había una trampilla en el suelo, metálica, cubierta por una ajada alfombra de
color rojo. La habíamos descubierto tiempo atrás, de casualidad, mientras
pasábamos el rato tirando piedras a los pocos cristales que todavía quedaban.
No nos juzguen, somos apenas unos adolescentes, sin mucho donde divertirnos.
Allí abajo no había electricidad, habían encendido unas velas, tenían algo
entre las manos. Como un libro, eran un álbum de fotos tomadas con una cámara, sabíamos cómo eran, teníamos
algunas en la colonia, aunque no funcionaban. Mostraban ciudades, monumentos,
fuentes, niños jugando, mayores preparando la comida, siempre salía la misma gente,
seguramente se trataba de una familia que se había ido de vacaciones. También
había fotos de caballos y herraduras.
Estábamos hipnotizados ante aquella visión. Qué bonito se veía todo. No pudimos
evitar derramar unas lágrimas por la
emoción que nos embargaba. Ninguno de los presentes había vivido algo así y los
que lo hicieron, llevaban mucho tiempo muertos y no podían contarlo. Nos
quedamos en silencio. Entonces se me ocurrió algo y se lo hice saber a ellos.
Era escalofriante, pero podía
resultar. Me dijeron que aquello era una locura.
Aquel lugar estaba lleno de cosas que habíamos ido recopilando
los cuatro, a lo largo de los años, y habíamos ido construyendo, casi sin
darnos cuenta, un santuario de reliquias de todo tipo de aquella época. Una de
ellas era un libro muy gordo, lleno de números de teléfono. Un listín telefónico.
Estaba lleno de anuncios que nos asombraban, uno de ellos era el de una mujer
con el hábito de fumar. Nosotros teníamos
un teléfono fijo en la colonia. Se utilizaba para comunicarnos con otras
comunidades que había a lo largo y ancho del mundo. No eran muchas, tal vez una
docena a lo sumo. Pero gracias a ello podríamos saber cómo les iba, la gente
que sucumbía al virus, y todo lo que nos quisieran contar.
Arranqué una página de aquel listín que era de una ciudad
que había existido allí, donde vivíamos nosotros y de la que ahora sólo
quedaban ruinas, y la guardé en mi bolsillo. Regresamos a la colonia, olía a
tarta de arándanos. Entramos en el
despacho de René que era nuestro presidente.
La puerta siempre estaba abierta. Ahora teníamos que dar el mensaje. Y
esperábamos que nos creyeran. Que nos hicieran caso. Teníamos que viajar en el
tiempo para avisar a la gente, de mil años atrás, de lo que iba a suceder. Sabíamos
cómo hacerlo, había que aprovechar el equinoccio
que se produciría aquel día y que era una puerta para viajar en el tiempo. Llamamos
al primer número de aquella hoja. Estábamos muy nerviosos. Nos contestaron al
segundo tono. Una voz somnolienta nos respondió al otro lado de la línea. Yo
era la que había marcado y a la que le tocaba hablar. Me presenté y le dije que
tenía un mensaje que darle. Le empecé a contar lo que iba a pasar y la línea se
cortó. Me había colgado. En vez de desesperarme marqué otro número. Esta vez no
me colgaron. Un silencio bastante incómodo, se produjo al otro lado del teléfono.
Al final cuando aquella persona me habló, me pidió pruebas. Teníamos unas
cuantas.
Aquel hombre que recibió aquella extraña llamada se quedó
de piedra ante lo que le habían contado. Su primera reacción fue la de colgar
el teléfono. Pero no sabía por qué no lo había hecho. Aquello sonaba a ciencia
ficción. La persona que hablaba parecía una chiquilla desesperada. Pero tenía
pruebas y se las iba a dejar a las 10 de la mañana en un parque cerca de su
casa. No perdía nada por ir hasta allí y ver por sus propios ojos si era verdad
o no. Lo que encontró fue un gran sobre, pero ni rastro del que lo había
dejado. Se sentó en un banco, lo abrió y empezó a sacar las probables pruebas
que había dejado. Quedó estupefacto ante lo que estaba viendo. Aquello, si era verdad,
era de una gravedad a nivel mundial, terrible. Sabía a quién recurrir, tenía muchos
medios a su alcance, por algo era el primer ministro de la Nación. Había que
tomar medidas urgentemente.
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