Samisén se llamaba el instrumento que aquel hombre tañía
melodiosamente, ante el asombro y regocijo de los presentes en aquel
cementerio, situado a las afueras de la ciudad. Para los que no iban a menudo,
les resultaba extraño, incluso fuera de lugar, que aquel anciano sentado sobre
la losa de una tumba, hiciera plañir con tanta destreza aquel instrumento,
arrancándole notas cargadas de pena y dolor. Pero para la gente del pueblo, lo
extraño sería que el hombre no estuviera allí cada mañana, de cada día, desde
hacía más de un año, en que su amada esposa había muerto, después de una larga
enfermedad. Aparecía nada más despuntar el alba y se quedaba hasta bien entrada
la tarde, sin importarle las inclemencias del tiempo. Y cada día algún vecino,
le llevaba un plato de comida regada siempre, con pebre. Era tan habitual
escuchar aquella melodía, que ya formaba parte de la vida cotidiana del pueblo.
Los primeros meses, el anciano se iba a su casa a dormir. Sus viejos huesos y
sus dedos artríticos, le pedían a gritos un poco de descanso. Pero la soledad,
la pena y el dolor eran su única compañía en aquella su humilde morada.
Recordaba, acostado en la cama mientras esperaba que el sueño lo envolviera,
los momentos felices vividos allí y que se habían esfumado, volado,
desaparecido, como había pasado con su dulce esposa. Incluso al cerrar los ojos
podía escucharla reír, feliz, mientras juntos bailaban al son de la música de
su viejo tocadiscos. Los meses pasaban y su dolor era cada vez más intenso. “El
tiempo todo lo cura” le decían, pero el tiempo parecía que tenía otro plan, que
no era precisamente amortiguar su dolor. Dejó de ir a su casa. Las noches las
pasaba en el camposanto. La soledad, la pena y el dolor, dieron paso a una enorme
paz que le embargaba el corazón. El sueño llegaba rápido, y mientras los párpados
se iban cerrando, poco a poco, pensaba que tal vez esa noche, sería la última
que pasara en la tierra y que al fin volvería a ver a ver el rostro de su
amada. Una mañana de primavera, una mujer había acudido a primera hora al
cementerio. Llevaba flores a su madre. Lo hacia una vez a la semana y se
quedaba un rato conversando con ella. La ponía al tanto de lo que le había acontecido
durante esos días. Mientras iba caminando entre las tumbas, se dio cuenta de
que algo no iba bien. No escuchaba el samisén. El lugar donde se sentaba el
anciano no quedaba muy lejos de donde estaba. Decidió acercarse y ver qué había
pasado. A lo lejos una pareja de ancianos, cogidos de la mano, se iban
acercando a ella. Cuando pasaron a su lado, la joven se dio cuenta, atónita, de
que los pies de aquella pareja no tocaban el suelo, flotaban. Se giró para fijarse mejor. Habían desaparecido. Sobrecogida siguió su
camino, pero ya no andaba, corría, alentada por un mal presentimiento. Al
llegar al sitio donde estaba siempre el anciano, encontró su cuerpo ya sin
vida.
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