Mi padre había sido gran parte de su vida timonel, y decidió que aquellas
vacaciones las pasaríamos en casa de su hermana, que vivía en una gran casa en
las montañas. Yo tenía nueve años y unas ganas enormes de ir a la playa. Así que,
durante aquel viaje en tren, apenas le dirigí la palabra, ni a él, ni a mi
madre por ser cómplice de sus locuras. Abrí la ventana, hacía mucho calor. Un pájaro se posó a escasos centímetros de
mí y envidié su libertad por ir a donde quisiera. En el camarote de al lado,
alguien tocaba pésimamente un samisén,
mientras yo hojeaba un libro que tenía varias fotografías donde se veía a un
niño en trineo. Esa imagen me dio
escalofríos, no lo envidié, odiaba la nieve. Yo seguía enfadado, pero estaba
atento a lo que hablaban mis padres entre ellos, no entendía mucho de lo que
decían, no paraban de mencionar una y otra vez algo sobre una cartola. ¡Cosas de mayores! Pensé y
seguí leyendo. Mi padre se ausentó un momento y para cuando volvió, lo hizo con
unos platos de pasta regados con pebre,
olía muy bien y lo devoré, como si no hubiera comido en años. Entonces algo
pasó. El tren se detuvo. Miré por la ventanilla y no veía más que árboles y más
árboles. Mi padre, nos dijo que no nos moviéramos de allí, mientras él iba a
ver qué pasaba. Yo seguía pegado al cristal. Algunos pasajeros también bajaron.
Cuando regresó mi padre nos dijo si queríamos salir y estirar un poco las
piernas porque lo más seguro es que estaríamos un buen rato parados. ¡Yupi! Grité, era la mejor noticia que
me habían dado desde que habíamos salido de la estación. Algún día, cuando
fuera lo suficientemente mayor, iba a despublicar
todo lo que habían escrito sobre la comodidad de los trenes. Mi opinión
personal es que era el peor medio de transporte habido y por haber. Cuando pisé
tierra, me puse a correr, yo también quería saber que era aquello tan
importante que había conseguido parar a aquel monstruo de hierro. Vi más de un sanitario, auxiliando a un par de niños,
no más mayores que yo, que yacían
inmóviles en el suelo. Me conmocionó verlos tan quietos, y sobre todo ver la
sangre que los cubría. Alcé la mirada y vi el autobús. Estaba tumbado de lado
en el medio de la vía. Presté atención a lo que decían los adultos a mi alrededor.
Al parecer en aquel autobús viajaban veinte niños y el conductor, en el suelo
sólo había dos niños y un adulto, ¿dónde estaban los demás? Decidieron hacer batidas
por el bosque. Pensaron también, que sería más adecuado que las mujeres y los
niños nos quedásemos en el tren. Yo protesté, quería ir con ellos. Mi padre me
hizo ver que no era seguro internarse en el bosque, estaba oscureciendo y no
sabían que se podrían encontrar allí. Mi madre me suplicó que no la dejara
sola. Así que cedí y me quedé. Una anciana vestida totalmente de negro, se puso
a gritar a viva voz que no fueran, que no se adentraran en el bosque. Y empezó
a hablar de espíritus malignos y cosas de esas sobre fantasmas. La verdad es
que aquella señora logró asustarme mucho. Una mujer más joven, seguramente su
hija, la agarró suavemente por los hombros e hizo que se metiera en el tren, diciéndole
que no atemorizara a aquella buena gente que iban a buscar a esos niños. Me
dormí abrazado a mi madre, pero cuando me desperté, hacía ya tiempo que había
amanecido, no estaba a mi lado. Salí al exterior y la vi caminando de un lado a
otro con otras mujeres, me pareció escucharla llorar. La abracé para consolarla
y le pregunté si papá había vuelto. Sentía una gran nostalgia por él. Me dijo que no, que ninguno de los hombres había
regresado todavía. La mañana dio paso a la tarde y seguían sin aparecer. Al
anochecer vimos a unos hombres que se acercaban. Echamos a correr a su
encuentro, pensando que eran ellos. Pero no era así. Eran gente de los pueblos
de alrededor que habían ido en su busca. Resultó que aquella anciana del tren,
que les había gritado que no fueran, alertándoles sobre malos espíritus, tenía
razón. Aquella buena gente nos relató una leyenda contada por padres a hijos,
durante generaciones, y que llevaba una advertencia implícita: nunca te
internes en el bosque de noche. Al parecer, al anochecer, unos espíritus malignos,
con la habilidad de tomar diversas formas, entre ellas la humana, se aparecen
en cualquier parte del bosque a la gente que deambula por allí. Cuando le preguntan
cómo salir de allí, las indicaciones que dan son las erróneas, provocando ello,
que la gente se adentre más y más, hasta que mueren de sed y de hambre. Los niños
del autobús, en un intento de pedir ayuda, se habían internado en el bosque,
aquellos espíritus habían tomado una forma infantil como la de ellos,
indicándoles el camino equivocado, el camino de una muerte segura. Los hombres también
habían caído en su engaño, el camino que les habían indicado los llevó a un
gran pantano con arenas movedizas, del que ya no pudieron salir. La anciana
murió mientras dormía.
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