sábado, 8 de mayo de 2021

ÁNGEL DE LA GUARDA

 


 

 

Mario tenía siete años, vivía con su madre en una casa a las afueras de un pequeño pueblo. Su padre había muerto al poco de nacer él, cuando una fatídica noche, un ciervo se cruzó delante del camión que conducía, saliéndose de la carretera y precipitándose por un acantilado. Fue una gran desgracia, el hombre era muy respetado y querido por todos. Aquella pérdida casi vuelve loca de pena a su madre, que la sumió en una gran depresión.  Pero gracias a la ayuda de los vecinos, cuidando al niño y prestándole ayuda en todo momento, logró salir adelante. Consiguió trabajo en el único cine que había en el pueblo, como taquillera. Pero después de cinco años, una nueva empresa se hizo cargo de él. El antiguo dueño había perdido gran parte de su dinero en las apuestas de caballos y ya no podía hacer frente a las facturas que día a día se iban acumulando. El nuevo propietario dictaminó que lo primero que harían sería remodelarlo por completo, para darle un aire más acorde con los tiempos que corrían. Las obras durarían unos seis meses, periodo por el cual la mujer se quedaría sin trabajo. Pero una vez más la gente del pueblo se volcó con ella y le ofrecieron un trabajo de camarera a tiempo parcial. El niño podía estar con ella cuando no tuviera que ir al colegio.

Pero el tiempo pasó y el cine seguía igual que siempre. Parecía que la remodelación de la que habían hablado, se había esfumado como el humo de un cigarrillo.

Una tarde en que la madre recogió al pequeño de la escuela, lo vio muy serio y taciturno. Nada habitual en él, era un niño muy charlatán y extrovertido. La madre se preocupó por lo que le pasaba, pero el niño le respondió con un simple y rotundo “nada”, dando por zanjada la conversación, mientras sus ojos miraban el sueño que iba pisando.

La madre no le dio mayor importancia. Comieron y el niño se fue a su cuarto a hacer los deberes. En un momento determinado, la madre pasó por delante de la habitación de su hijo para ir al baño. Escuchó su voz y otra que no logró identificar, parecía la voz de una chica. Esperó un rato al otro lado de la puerta para cerciorarse de que su pequeño no estuviera jugando e imitando voces.

-Te gustó lo que hiciste? –le preguntaba la voz femenina

-No lo sé, creo que un poco- le respondía el niño

-Créeme cuanto más lo hagas más te gustará. Ahora no puedes dejarlo. Y cuando tengas muchos te diré un sitio donde puedes llevarlos y tenerlos a salvo.

La curiosidad la estaba matando y sin pensarlo dos veces abrió la puerta de la habitación. Su hijo estaba sentando ante su escritorio con la libreta de los deberes de matemáticas abierta y con un lápiz en la mano. Estaba solo. Allí no había nadie.

Le preguntó con quién hablaba, a lo que el niño le respondió que con su ángel de la guarda. La madre lo miró atónita, nunca habían sido muy religiosos, aunque eran católicos, poco iban a misa, tal vez lo del ángel de la guarda lo escuchara en la escuela o a algún niño. Así que, aunque no se había quedado muy tranquila con la respuesta, tampoco quería atosigarlo, le dijo que la cena estaría lista en medio hora y salió del cuarto.

Los días transcurrieron con más episodios de aquellos. Le mujer seguía escuchado aquella voz femenina en el cuarto de su hijo y a la pregunta de quién era, la respuesta era siempre la misma “mi ángel de la guarda”. La madre había preguntado a otros padres y madres sobre el tema y casi todos coincidían en que algunos niños y niñas, en algún momento, tenían un amigo imaginario, que no había que preocuparse por ello, que era normal y que se pasaría a medida que fuera creciendo.

Por fin empezaron las obras en el cine, con más de cuatro meses de retraso.

La remodelación sería completa, solo dejarían sin tocar la estructura del edificio. La sorpresa de los operarios cuando entraron en una de las salas del cine, fue mayúscula. Sentados como espectadores mudos y ciegos ante una pantalla en blanco, había animales sentados en las butacas, conejos, gatos, ardillas, ratones… Uno en cada butaca, de las más de cien que había en aquella sala, todos con el cuello roto.

La noticia corrió como la pólvora, expandiéndose por todo el país. “Macabro descubrimiento en un cine abandonado”, rezaban los titulares de los periódicos. Nunca se supo quién había sido el autor de aquello. La policía barajaba varias hipótesis que desembocaban en una sola. Se trataba de la mayor obra terrorífica, realizada por jóvenes con un sentido del humor muy macabra.

Su madre no estaba detrás de la puerta para escuchar como aquella voz lo felicitaba por sus acciones realizadas con éxito y con buen final. Y le alentaba y provocaba, al mismo tiempo, diciéndole que con animales era fácil, pero que seguro que con personas no sería capaz.


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