Deslizar aquellas ideas por mi mente, como pequeñas gotas
de agua que se van escurriendo por el cristal de la ventana en un día de
lluvia, me resultaba placentero y me atrevería a decir que estimulante. La sola
idea de que estaban allí, dentro de mí, hacían crecer mi ego de manera
exorbitante. Seguramente Dios se sentiría de aquella manera, era fascinante.
Aquellas ideas, una vez depositadas en algún rincón de mi cerebro, empezaron a
tomar forma. Se hacían cada vez más nítidas, más reales, a medida que se iban
juntando y entrelazando entre ellas. Una mañana al despertarme supe que estaba
listo. Me dediqué a planificar hasta el último detalle. No podía dejar ningún
cabo suelto, ni fiarme del arma de doble filo, que es el azar. La parte que
menos me gustaba era la de esperar, a veces durante horas. Quería entrar en
acción, sentir el chute de adrenalina corriendo por mis venas, que me producía
juguetear con mi presa, cuchillo en mano y luego arrancarle la vida con él. Al
principio la torpeza, ralentizaba mi tarea. Pero, como en cualquier trabajo
rutinario, con el tiempo, adquieres destreza y rapidez. Este es el cuerpo
número cincuenta que tiro por esta cascada.
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