“Espartano, está libre. Tras cumplir una condena de
veinte años, esta mañana ha salido en libertad.” Estaba en la cocina cuando
escuchó la noticia por la radio. Su cuerpo se paralizó. Un escalofrío recorrió
su espina dorsal y empezó a tener dificultades para respirar. Se sentó ante la
mesa de la cocina y se agarró la cabeza con ambas manos. La habitación giraba a
su alrededor. Las lágrimas se deslizaban por sus mejillas formando un pequeño
charco sobre la mesa. Las manos aun le temblaban cuando llamó a la policía. La
tranquilizaron diciéndole que le pondrían vigilancia delante de su casa, para
que se sintiera segura y que no debía preocuparse porque ahora tenía una
identidad nueva y vivía en otro país. Era muy difícil que la localizara. “Difícil,
sí, pensó ella, pero no imposible”. Los siguientes días fueron una verdadera
tortura para aquella mujer, siempre expectante a cualquier ruido que hubiera
dentro o fuera de la casa. Hacía desplazamientos en coche, nunca iba andando.
Un coche patrulla estuvo delante de su casa una semana, tras la cual, no volvió
a aparecer. Pasaron seis meses desde que Espartano saliera de la cárcel. Poco a
poco la rutina de aquella mujer entró a formar parte, de nuevo, de su vida. Una
mañana, el cartero llamó a su puerta, le entregó un paquete. Ella lo llevó
hasta la cocina y lo abrió. Salieron decenas de insectos de su interior. Un
grito de terror salió de su garganta. Sólo una persona podría saber que era
alérgica a la picadura de abeja.
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