Botellas de vino
sobre la enorme mesa de madera, que ocupaba casi todo el salón. Junto a ellas,
habían servido un verdadero festín. Los comensales comenzaron a comer con voraz
apetito. Habían sido invitados por el conde, señor del castillo, para festejar
su regreso que, por motivos reales, lo había tenido ausente muchos meses. Aún
lejos del castillo, era conocedor de todo acontecía allí. Supo de la infidelidad de su esposa y el
nombre del amante. Uno de sus hombres de confianza y un gran erudito. Aquella
fiesta formaba parte de un plan que había ideado y que sólo una mente perversa
y malvada, como la suya, podría urdir. Cuando sus invitados hubieron calmado su
apetito y saciado su sed, les propuso un juego. Haría una serie de preguntas
que versarían sobre temas variados, entre ellos religión, arte, música,
literatura. El que mayor número de respuestas acertara sería proclamado rey
hasta el amanecer. Coronándolo con tal y sentándose en su trono. Todos
aplaudieron la idea con entusiasmo y el juego sin más preámbulos, comenzó. A
pocos minutos de la media noche quedaban dos ganadores. El amante de su esposa
era uno de ellos. Hizo una última pregunta. Pidió que tradujeran un texto al
latín. Sólo uno supo hacerlo, el abad. Como ganador se sentó en el trono, entre
aplausos y vítores de los presentes. El rey, fiel a su palabra, le colocó en la
cabeza una corona de hierro al rojo vivo acabando con su vida.
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