viernes, 25 de junio de 2021

SOLO

 

Llegó a casa después de una dura jornada de trabajo, se preparó un bocadillo y se sentó en el sofá a ver un rato la televisión. Después de no encontrar nada que le interesara en ninguno de los canales, (no le apetecía ver como un grupo de personas jugaban a la tómbola, ni un trío de música, ni mucho menos un documental sobre cómo se formaba la nieve), optó por ver una película. Se decidió por una de zombis. Adoraba esas películas en que un virus terminaba con la vida en la tierra y daba a los muertos vida atemorizando a los supervivientes. Así que dio buena cuenta de su bocadillo, se tumbó en el sofá se tapó con una manta y empezó a ver la película. Pero a los diez minutos había sucumbido al sueño más profundo. Le despertó un fuerte dolor en el cuello. Fue al baño y optó por irse a la cama, durmiendo hasta bien entrada la mañana. Se levantó, preparó un café y mientras se lo tomaba se asomó al balcón. Hacía un rato que no escuchaba ningún ruido, ni procedente de la calle, ni de sus vecinos de al lado que tenían un bebé de pocos meses y siempre lo escuchaba llorar, sobre todo por las mañanas y al anochecer. Pero hoy nada, silencio absoluto. Eran las once de la mañana de un viernes, día laborable, y como tal tendría que haber coches por la calle y gente caminando. Las tiendas, frente a su casa todavía no habían abierto, algo inusual a esas horas. Él tenía el turno de tarde, se lo había cambiado a un compañero que tenía una boda el fin de semana y quería emprender el viaje esa tarde. Se duchó, se vistió y bajó al portal. Abrió el buzón por si había correspondencia, nada, el cartero no había pasado todavía. Salió a la calle. Era un precioso día de verano, con el cielo despejado y la temperatura subiendo a cada minuto que pasaba. Comenzó a caminar por la acera, a dos portales de su casa, la tienda del Señor Gustavo estaba abierta. En el escaparte había un surtido de frutos secos, cebollas y una ristra de ajos formando una trenza. Entró, estaba vacía, gritó su nombre, sin obtener respuesta. Se estaba empezando a poner nervioso. Gotas de sudor le cubrían la frente y le costaba respirar. Estaba sufriendo un ataque de pánico. Echó a correr por la calle gritando con la esperanza de que alguien lo escuchara. Sólo recibió por respuesta su propio eco. Vio una sombra al final de la calle que desaparecía tras doblar la esquina de una casa de ladrillos. Corrió como no lo había hecho nunca, mientras una inmensa alegría recorría todo su cuerpo. Había alguien más, no estaba solo. Pero al girar aquella esquina casi se lleva por delante al perro que se había sentado a esperarle. Un pastor alemán que lo miraba con verdadera fascinación moviendo el rabo efusivamente. No era lo que esperaba. Lo abrazó con todas sus fuerzas, mientras el perro le lamía la cara indicándole que también se alegraba de encontrar un humano. A partir de ese momento se hicieron inseparables. Recorrieron la ciudad en busca de alguien con vida, sin mucho éxito. Al atardecer cansados de tanto caminar se sentaron en un banco de un parque. Frente a ellos había un enorme cartel con la foto de una chica muy guapa al lado de un caballo negro con una brida de color rojo intenso, el cartel rezaba que eran las mejores del mercado. Estuvo un rato contemplándolo ensimismado, pensando si los caballos y otros animales también habrían desaparecido. Entonces el perro, que hasta ese momento estaba tumbado a su lado, empezó a gruñir. Frente a ellos una veintena de canes los estaban mirando fijamente mientras gruñían enseñando los dientes.  Les tiró unas botellas de plástico que había tiradas en el suelo para ahuyentarlos. Los animales se enfurecieron más. Aquello no tenía buena pinta. Se levantó muy despacio del banco, bajo la atenta mirada de los perros y echó a correr. Éstos hicieron lo mismo tras él. En su alocada carrera por salvar su vida, tropezó y se cayó al suelo. Ya no pudo levantarse. Los canes se le echaron encima. Empezó a gritar con todas sus fuerzas cubriéndose la cara.

El hombre postrado en la cama de la habitación número dos había empezado a gritar y a convulsionar de manera preocupante. El monitor mostraba que sufría fuertes ramalazos en la zona lumbar. Un médico que lo estaba viendo en el monitor desde la sala de control, fue corriendo a la habitación para inyectarle un tranquilizante. El ataque de los perros había sido el detonante de aquel ataque. La manada prevalece ante un animal solo. El instinto de supervivencia se incrementa ante las adversidades. Sonrió.

En aquel laboratorio se estaban realizando unos experimentos con una serie de personas que se habían presentado voluntarias y a las cuales se les retribuiría con una gran cantidad de dinero por aceptar formar parte de aquel proyecto gubernamental sobre el comportamiento humano ante adversidades de origen tanto medioambiental, como el provocado por el hombre.

En la habitación número uno había una mujer, monitorizada y con un proyector de retina en forma de pantalla en su cabeza, donde estaba siendo parte de una catástrofe natural, vivida en tiempo real, para estudiar con detenimiento el comportamiento del ser humano ante tales sucesos.

En la habitación número tres, un hombre se enfrentaba a una invasión alienígena.

Y en la habitación número dos, estaba nuestro hombre. Ahora más relajado tras el sedante que le habían inyectado. Esperarían un par de horas para continuar con la experimentación. Esta vez volvería a empezar de nuevo, despertándose en su casa tras una larga jornada de trabajo.

 

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