sábado, 3 de julio de 2021

LA MUJER DE BLANCO

 

Tenía que coger un avión aquella mañana. El despertador no había sonado y era consciente de que si no me daba prisa por llegar al aeropuerto perdería el vuelo. El tiempo era muy desapacible. Había llovido toda la noche y continuaba haciéndolo por la mañana. Como si no llegara con la lluvia, se había levantado una niebla que hacía que la visibilidad fuera muy escasa, prácticamente nula, más allá de los faros del coche. Aun así, pisé el acelerador a fondo para llegar lo más rápido posible al aeropuerto, sabiendo que aquella temeridad me podía costar la vida.

Entonces la vi. De pie, inmóvil en medio de la carretera, había una figura embozada en una túnica blanca. Frené. El coche derrapó y se salió de la carretera. Cuando me desperté supe que estaba mal herido. No podía moverme por mucho empeño que pusiera en ello. Una rama había atravesado el parabrisas del coche, clavándose en mi abdomen. Perdía mucha sangre.  La mujer que había visto en la carretera se sentó a mi lado. Empezó a acariciar mi canoso pelo mientras sus labios esbozaban una sonrisa. Me transmitía paz su contacto en mi piel. Sabía quién era ella y sabía por qué estaba allí. Entonces dentro de mi emergieron unas ansias enormes de hablar. Sentía una necesidad imperiosa de contarle mis hazañas, mis aventuras y desventuras vividas por encontrar la verdad de ella, por saber su identidad.

 Casi toda mi vida la pasé viajando de un lugar a otro por el mundo cubriendo noticias de toda índole, guerras, desastres naturales, siempre en primera línea, muchas veces arriesgando mi vida en ello. Tuve que renunciar a muchas cosas. No me arrepiento, porque logré vivir la vida que quería y tener el trabajo que me gustaba.

     Hace algunos años viajé al Vaticano para cubrir la noticia de la elección del nuevo Papa. Estaba en mi hotel, redactando un artículo en mi portátil, cuando una fotografía me llamó la atención. Me sentí hipnotizado al ver aquella mujer. La foto era borrosa, pero aun así se podía ver su gran belleza, su porte divino, que no tenía cabida en este mundo. El titular rezaba: la mujer de blanco vuelve a hacer presencia en el aeropuerto de Roma. Nunca había leído nada sobre ella, y sentí curiosidad, así que leí el artículo hasta el final. Al parecer una mujer vestida totalmente de blanco, ataviada con una túnica larga, hacía su presencia en aeropuertos, estaciones de tren y autobuses, y era el presagio de que algo malo iba a pasar. Si la veías tenías la opción de cancelar tu viaje y de esa manera salvar tu vida. Aquella mujer presagiaba la muerte o… ¿ella era la Muerte? Me pareció de lo más sorprendente. Seguí navegando por internet para ver qué otra información había al respecto. No encontré mucha, no era una noticia de primera plana. De hecho, la información que encontraba, estaba relegada a las páginas interiores ocupando poco espacio, eso me llevó a pensar que el tema o bien no interesaba por su halo de misterio o porque se mencionaba un tema eternamente tabú: la muerte.

      Una persona en París me contó que la había visto en la terminal 4 del aeropuerto, en la fila de embarque. Él tenía que tomar ese avión, pero recordó las historias que había escuchado sobre esa mujer y no se lo pensó dos veces, no embarcó. Eso le salvó la vida.

     Este testigo no fue el único que se había quedado en tierra por voluntad propia. Todos tenían algo en común: la conocían o habían oído hablar de ella, y ante la duda, algunos pensaron que primero salvarían la vida ante cualquier otra cosa.

      En Argentina la habían visto en una estación de tren, y tras verla parada en uno de los arcenes, pocos se subieron al tren. Los que lo hicieron perecieron. El tren descarriló cuando estaba llegando a su destino. Las causas, todavía seguían sin estar claras del todo, solo suposiciones.

     Seguí investigando. Me llevó tiempo, horas de llamadas y mucha lectura. Pero no me importaba. El tema llegó a obsesionarme. Averigüé que la llevaban viendo mucho tiempo atrás, no solo años, sino siglos. Ella fue la que avisó a Alexander Fleming de que no cogiera aquel tren para ver a su familia, si lo hubiera hecho habría muerto y no hubiese descubierto la penicilina.    

He de reconocer que mi obsesión con esa mujer no tenía límites. Tenía que verla, pero ¿cómo?  No era tan simple como llamarla por teléfono o mandar un correo. En cada aeropuerto, estación de tren o autobús, esperaba verla. Anhelaba un encuentro. Cada mujer vestida de blanco que me cruzaba hacía que el corazón me diera un vuelco, pero nunca era ella. Estaba desesperado. Hasta que un día la vi. Ese día tan ansiado por fin había llegado.

   Fue en Japón. Acabé allí para informar de unos fenómenos naturales que estaban sucediendo en esos días. Y allí estaba, de pie en el aeropuerto, con su túnica blanca y su larga melena negra como azabache. La miré, ella me miró y creí ver que se dibujaba una sonrisa en sus labios. Sentí que un escalofrío corría por todo mi cuerpo. Los pelos como escarpias, el corazón a punto de explotar. Me tuve que sentar y tomar aliento. Ella sabía de mi existencia, pero para cuando me repuse y volví a mirar ya no estaba.

     Me puse en pie, todavía en shock. Un olor a lavanda impregnaba el ambiente, me giré y allí estaba, a mi lado, sentí el roce de su túnica en mis brazos desnudos. Se acercó a mí y me susurró al oído con una voz dulce, aterciopelada:” Estoy aquí, ya me has visto”, para luego desaparecer.

  Tomé ese avión, tengo que confesar que con recelo. Pero llegamos a nuestro destino sanos y salvos. Me sentí por primera vez en mucho tiempo, en paz, una fuerza renovadora había embargado mi cuerpo y colmado de alegría mi corazón. Salí del aeropuerto sonriendo y tarareando una vieja canción de mi infancia que tenía por olvidada. Estaba feliz.

 

    Alargué la mano, ella la tomó entre las suyas. La miré a los ojos y le dije: “no querría a nadie más a mi lado en este mi último viaje” susurré. Ella se inclinó sobre mí y me besó con ternura. Emprendí mi último viaje notando como sus labios besaban los míos.

 

 

 


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