Había nacido en Sudáfrica, concretamente en Ciudad del
Cabo. Sus padres se habían asentado allí, pocos después de casarse, haciéndose
cargo de un hotel a las afueras de la cuidad, rodeado de naturaleza y próximo a
un parque natural.
Su infancia la pasó rodeado de animales. Sus favoritos
eran los elefantes y como no podía ser de otra manera, su pasión por ellos y su
trabajo se unieron, convirtiéndose en un prestigioso naire. Era un hombre
sencillo que necesitaba pocas cosas materiales para ser feliz. Podía tener un
coche de la marca “mercedes” de alta gama, pero en vez de ello viajaba en una
destartalada camioneta que había heredado de su padre.
Una mañana cuando estaba en su casa a punto de
levantarse, llamaron fuertemente a su puerta. En el umbral había una mujer,
sonrojada y sofocada por la carrera que había realizado para avisarle que uno
de los elefantes estaba enfermo. Rápidamente se subieron a la camioneta. Una
música estridente salió de la radio. La apagó de inmediato. Se fijó en la mujer
que estaba sentada a su lado. Era joven, unos veintitantos, alta, delgada,
morena. Llevaba el pelo recogido en una coleta con forma de nenúfar. No la
había visto nunca por allí, parecía una turista. El veterinario ya había
llegado. El elefante enfermo era una cría de apenas dos meses. No presentaba
buen aspecto, le costaba respirar. La mujer y él se acercaron. Estaban tan absortos
mirando a la cría que no la vieron venir. La madre, tal vez pensando que les
estaba haciendo algo a su bebé, les propinó un golpe con la trompa. El peor
parado fue él.
Se despertó, se desperezó y se levantó de la cama. Abrió
la ventana dejando que los rayos de sol de la mañana entraran en la habitación.
Se giró para ir hasta la cocina cuando se dio cuenta de que algo no iba bien.
No escuchaba ningún ruido. Vivía bastante aislado de la civilización, no
escuchar ruidos de gente o de coches era lo normal, pero no escuchar el sonido
de la naturaleza y la fauna que habita en ella, eso sí que no era nada habitual.
Se preparó un café bien cargado y salió al porche. Miró
hacia el cielo completamente azul, no vio nubes y tampoco vio pájaros. A su
alrededor reinaba un silencio sepulcral. Cogió la furgoneta y fue hasta el
pueblo, puso la radio, pero parecía no funcionar, aunque cambiara de emisora no
emitía sonido alguno. La aparcó delante de la única tienda de comestibles que
había. La puerta estaba abierta. Entró. Llamó a gritos al dependiente. Nadie respondió.
La calle estaba vacía, ni siquiera se veía un coche
aparcado en las inmediaciones. Fue hasta el hotel. No había nadie tras el
mostrador de recepción. Lo que si estaba era la vieja máscara que una vez le
había dado, cuando era pequeño, un chamán amigo de sus padres poco antes de
morir. Cuando la veía se acordaba de sus progenitores, provocándole una
agradable sensación de paz y sosiego. Pero aquel día al contemplarla, un
escalofrío recorrió todo su cuerpo.
Salió a la calle. El aparcamiento estaba vacío. Sino
recordaba mal, habían tenido que poner el cartel de completo y la zona de
aparcamiento la recordaba llena. Se estaba poniendo nervioso. No comprendía qué
estaba pasando. Recorrió el hotel de arriba abajo, tuvo que ir por las
escaleras porque el ascensor no funcionaba. No había electricidad. El hotel estaba completamente vacío.
Cansado, desconcertado y algo asustado se sentó en las
escaleras de acceso a la entrada principal. Miró a su alrededor. Y lo mismo que
había pasado en su casa, el silencio era total y absoluto, tanto que lo estaba
volviendo loco. Se agarró la cabeza con ambas manos y gritó y gritó hasta
quedarse afónico. Por el rabillo del ojo vio pasar una sombra como una exhalación,
muy cerca de donde estaba. Levantó la cabeza y miró en esa dirección. Vio a una
mujer. Era la misma que había ido a su casa. Parecía asustada. Tenía los ojos
vidriosos como si hubiera estado llorando y miraba en todas direcciones con
verdadero terror. Deambulaba de un lado para otro sin rumbo fijo. Se acercó a
ella despacio para no asustarla y le tocó el hombro con la mano. Se llevó una
sorpresa enorme al comprobar que su mano la había atravesado como si fuera
humo. La mujer ni se inmutó y siguió caminando de un lado. No podía verlo. Ahora
sí que estaba realmente asustado. ¿Qué estaba pasando? La joven siguió
caminando y pronto la perdió de vista. No intentó seguirla. ¿Para qué? En
cualquier momento se despertaría en su cama y se daría cuenta de que todo
aquello había sido un sueño, uno terrible, pero un sueño, al fin y al cabo.
Pero no se despertó y los días fueron pasando. No sabía cuántos,
pero podría jurar que semanas e incluso meses. Aquel silencio lo estaba
volviendo loco. Y entonces un día, comenzó a hablar para sí mismo. A cantar.
Luego a hablar solo y a cantar. La comida se estaba acabando. No sabía cuánto
tiempo más podría aguantar aquella pesadilla que estaba viviendo. Estaba completamente
solo, sin personas, ni animales, ni pájaros. Sólo vegetación que día a día iba
adquiriendo más y más terreno.
Una mañana se despertó con un fuerte dolor de cabeza. La
frente le ardía. Tenía mucha fiebre. El cuerpo le picaba y cada vez que se
rascaba levantaba una capa de piel con las uñas. En un par de horas el aspecto
que presentaba era lamentable y bastante macabro. Apenas le quedaba unos
centímetros de piel en el cuerpo. El dolor de cabeza se había incrementado por
cien la ultima hora y su cuerpo ardía de calor. Echó a correr desesperado sin
una dirección fija, sólo quería correr y dejar atrás aquel picor que lo estaba
matando. En su alocada carrera tropezó con la rama de un árbol y cayó de bruces
en el suelo. Estaba tan débil, tan cansado que supo al tratar de levantarse que
ya no podría hacerlo. Rompió a llorar como un niño. Gritó pidiendo auxilio, aun
sabiendo que sus súplicas no serían escuchadas. Entonces una sombra lo cubrió.
Abrió los ojos. El viejo chamán lo observaba. Junto a él estaba la mujer. Lo
miraba, parecía que ahora podía verlo.
Quiso hablar, pero su garganta no emitió sonido alguno. El anciano le
habló en su lengua nativa, zulú, que él entendía muy bien. “Es hora de
despertar” le dijo, mientas le tendía una mano. Él se la tomó. Ya no tenía
miedo.
En una cama de hospital yacía un hombre en coma tras la
agresión sufrida por un elefante. La mujer que estaba con él, salió mejor
parada, un par de costillas rotas y diversas contusiones. Tras varios meses
dormido, el hombre, por fin, se despertó. Cuando abrió los ojos lo primero que
vio fue a la joven que se había quedado dormida en una silla que había colocado
junto a la cama. A los pies ésta, estaba el viejo chamán, sonriéndole.
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