Digamos que, si
por algún hipotético motivo ocurriera alguna vez, tendríamos que estar
preparados y no esperar a que suceda para tomar medidas. También es verdad que,
si llegara a ocurrir por razones no humanas, mejor no imaginar la mente
pensante, perversa y malvada capaz de dar forma a aquellas atrocidades. Vivimos
en una era que en cuanto la luz del sol deja de iluminar nuestras vidas,
encendemos lámparas, farolas y cualquier artilugio que nos dé luz, tal vez,
porque inconscientemente o no nos aterra la oscuridad y las sombras que habitan
en ellas. La raza humana somos una fauna muy peculiar. Juguetes de la vida y el
sudoku de la muerte. Un hombre de letras, erudito donde los haya, escritor de
fama mundial, conocedor de miles de historias insólitas que, siglo tras siglo
han sucedido en nuestro mundo y siguen sucediendo.
Se despierta un día de lluvia, se asoma a la ventana y a
partir de ahí su vida cambia para siempre. Como buen coleccionista de lo
insólito, hace un repaso mental para encontrar acontecimientos acaecidos a lo
largo de la historia similares a lo que está viendo tras el cristal mojado de
su ventana, para darse cuenta con verdadero terror, que nunca hubo nada igual.
Cogió su móvil para llamar a la policía. Como si de un trabalenguas se tratara
lo que les tenía que contarles, sus palabras salían atropelladamente de su boca
sin sentido alguno para el que estaba escuchando al otro lado de la línea. Un
grito aterrador en la calle lo asustó de tal manera, que el móvil se le escurrió
entre los dedos. Corrió hacia la ventana. Una madre lloraba desconsoladamente
gritando el nombre de su hijita que había desaparecido en un charco de agua que
había formado la lluvia en la calle. Él abrió la ventana y le gritó que se
subiera a la acera. Pero la desesperación de la madre, junto con el ruido de la
lluvia cayendo sobre el asfalto, impidieron que escuchara lo que gritaba el
hombre. Había metido la mano en aquel charco, hasta la altura del codo para
recuperar a su hija. Todavía podía escuchar sus gritos llamándola con verdadero
pavor. Entonces una sombra se alzó de aquella hendidura en el suelo cubierta de
agua, arrastró a la mujer con él, desapareciendo ambos de su vista. Alguna
gente que andaba por allí se acercó para ayudarla. Él seguía gritando desde la
ventana, advirtiéndoles que no lo hicieran, que se alejaran de cualquier charco
que vieran lo más lejos posible. No era tan fácil evitarlos, los había por
todas partes. Una joven lo escuchó y les gritó a los demás que se subieran a
las aceras y evitaran los charcos de agua, de esa manera estarían a salvo. El
hombre había visto como los coches desaparecían cuando sus ruedas rozaban el
agua empozada. Aquellos charcos no eran iguales entre sí, presentaban distintos
tamaños. Desde su ventana pudo comprobar, muy a su pesar, que podían moverse
como si algo o alguien los impulsara a hacerlo o peor aún, como si tuvieran
vida propia. En cuanto una persona o coche pisaba uno, éstos se encogían o
agrandaban en función del tamaño. Luego eran agarrados y arrastrados hacia el
fondo, desapareciendo. Sintonizó la radio en un canal local esperando que
alguien arrojara luz sobre lo que estaba sucediendo y si era así, tomaran las medidas
pertinentes para acabar con aquella pesadilla. Sólo sucedía en aquella calle de
la ciudad. Hasta el momento nadie sabía con certeza lo que estaba pasando, todo
eran especulaciones, nada concluyente. Fue a su despacho y sacó una carpeta
negra de uno de los cajones de su escritorio, en ella guardaba fotografías
antiguas de la cuidad. Al cerrarlo vio unas hojas asomando por una hendidura
del cajón. Descubrió un doble fondo cuya existencia era desconocida para él hasta
ese momento. Quitó la madera. Encontró otra carpeta del mismo color. La puso
sobre la mesa y fue pasando las hojas. Encontró los planos de la ciudad de
hacía más de trescientos años, cuando todavía no había edificios ni calles
asfaltadas. Aquello era oro puro. Leyó aquellos documentos durante un buen
rato. Debajo de esa parte de la ciudad hubo una mina de carbón. Había estado en
funcionamiento muchas décadas. Se había levantado una ciudad para acoger a la
gente que trabajaba en ella, llegando a ser muy rica y próspera y un lugar de gran
renombre y punto de encuentro para la gente pudiente de la época. Pero algo
pasó en aquella mina que de un día a otro se cerró. Los obreros empezaron a
desparecer misteriosamente y la gente de la ciudad empezó a ponerse nerviosa.
Para calmar los nervios se cerró, y construyeron una fábrica textil y una
maderera. Indemnizaron a las familias de los desaparecidos y les dieron trabajo
en las fábricas. Con el paso del tiempo todo aquello se olvidó. Pero hubo un
hombre, el capataz de la mina, que había visto como uno de sus hombres
desaparecía ante su vista, engullido por un charco que se había formado en el
suelo a causa de las lluvias de los últimos días. No se cansaba de repetir que
un ser monstruoso de grandes uñas y dientes afilados había emergido de aquel
charco llevándoselo con él. Juró hasta el día de su muerte, que aquella mina
era una puerta al infierno. Nunca había escuchado aquella historia. Siguió
leyendo y descubrió recortes de periódicos fechados en años posteriores, donde
se hablaba de desapariciones de gente en esa vía, coincidiendo siempre con
alguna reforma en la misma o la construcción de algún edificio a pie de calle.
Daba la casualidad que estaban haciendo unas obras en la pavimentación desde
hacía varios días.
¿Habrían vuelto a abrir aquella puerta al infierno
desatando la furia de los demonios?
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