viernes, 20 de agosto de 2021

ENCERRADO

 

Hacía una tarde muy agradable. Decidió regresar a casa caminando. Pasó de largo la parada del bus y se dispuso a disfrutar del paseo. El día en el trabajo había sido agotador. Las llamadas telefónicas se fueron incrementando a lo largo del día. La buena noticia era que era viernes y no tendría que ir el fin de semana.

Estaba cayendo la tarde y las sombras adquirían cada vez más terreno. Decidió ir por el parque. Le apetecía respirar un poco de aire puro y alejarse del mundanal ruido de la cuidad, aunque sólo fueran unos minutos. A su paso iba encontrando madres que llamaban a sus hijos para regresar a casa, personas haciendo deporte y algún que otro perro paseando a su dueño. Pero eso no era todo.

Empezó a escuchar pasos detrás de él. En un principio no le dio importancia, pero después de casi media hora caminando, los seguía escuchando. Parecía que alguien lo estuviera siguiendo. Lo peor de aquello era que por muchas veces se girara para ver de quién se trataba, nunca veía a nadie.

Su paseo se convirtió en una carrera hasta llegar a su apartamento. Le temblaban las manos cuando introdujo la llave en la cerradura. Por fin pudo abrir la puerta y entrar. Para disipar el mal trago que había pasado encendió la televisión. Se calmó un poco. En las noticias hablaban de los hombres y mujeres que formaban el nuevo gabinete que dirigiría el país en los próximos años.

Una foto de sus hijas, pala en mano, cavando un hoyo en la tierra para plantar un árbol, descansaba sobre la estantería que había sobre el televisor. Había sido tomada en un campamento de verano dos años atrás. El mismo año en que su madre y su hermanita de apenas tres años, habían muerto en un accidente de coche cuando las iban a buscar. Ese día su esposa y él iban discutiendo acaloradamente. Él había bebido más de la cuenta. El coche salió de la carretera. Dio varias vueltas de campana. Ellas habían muerto en el acto. Él se había roto una pierna y un par de costillas.

Fue hasta la cocina a recoger los platos y los cubiertos que había dejado a secar por la mañana. Por la ventana pudo ver las orquídeas que la vecina tenía en la terraza y que cuidaba con verdadera pasión.     

Se dispuso a preparar la cena. Esa noche no le apetecía estar solo. Era el aniversario de la muerte de su mujer y su hija.  Había invitado a unos amigos y a la hermana de uno de ellos, una chica muy guapa, pelirroja, de la que estaba enamorado desde que eran pequeños y todavía iban a la escuela. Ella se había divorciado y parecía que se tenía cierto interés en él. Creía que era hora de volver a rehacer su vida.

Fue hasta su habitación para cambiarse los pantalones.

Fue hasta el salón y abrió la ventana para ventilarlo. El apartamento estaba bastante caldeado por las altas temperaturas registradas a lo largo del día. Intentó asomarse, digo intentó, porque no lo logró. Cuando asomó la cabeza se dio un fuerte golpe contra algo sólido que estaba allí y no podía ver.  Estiró la mano, despacio, con recelo. Se topó con una pared transparente, rígida. Podía ver la calle.

Hizo lo mismo en la ventana de la cocina con el mismo resultado. Sus manos se topaban con una barrera que no podía ver, pero que estaba allí. Se puso muy nervioso y decidió llamar a la policía. Se tocó los bolsillos del pantalón en busca de su móvil. No lo encontró. Se acordó que se había cambiado de ropa y que seguramente siguiera en los otros pantalones.

Se dispuso a salir de la cocina. De reojo, vio una sombra corriendo por el pasillo. Se quedó inmóvil. Su cerebro le indicaba que aquella figura era de un tamaño más bien pequeño, como si se tratara de una niña. Se asomó a la puerta de la cocina, algo nervioso, para ver de quién se trataba. No vio a nadie. Hay que indicar que el hombre vivía solo y que sus hijas estaban pasando el verano en casa de los abuelos. Escuchó una risa infantil procedente de su habitación.  

Dirigió sus pasos hacia allí. El sonido del timbre de la puerta le hizo dar un brinco y su corazón comenzó a latir con tal fuerza que le lastimaba el pecho.

Miró por la mirilla para saber quién llamaba. Eran sus amigos. Se había olvidado por completo de ellos. Abrió la puerta y se hizo a un lado para que entraran. Pero al igual que en la ventana, en la puerta también había una barrera invisible que no les permitía pasar. Entonces la vio.

Una niña de unos tres años, muy pálida. Sus ojos aparecían apagados, sin vida. Llevaba puesto un vestido y el pelo recogido en un par de coletas con sendos lazos rojos del mismo color que el vestido. Lo peor de todo es que él conocía a aquella pequeña. Era su hija fallecida.

Les hizo señas a sus amigos para que miraran detrás de ellos. Se giraron casi al unísono. La vieron. La niña comenzó a caminar hacia la puerta. Los tres hombres y la mujer abrieron un pasillo dejándola pasar. Ninguno articuló palabra. Parecían hipnotizados. La niña se situó frente a aquel muro invisible. Dio un paso al frente y lo traspasó desapareciendo por un instante, para reaparecer al otro lado con otra apariencia.

La niña se había convertido en un ser terrorífico. El hombre al ver aquello comenzó a gritar presa del pánico. El ser le dio un jetazo con tal fuerza que lo lanzó contra la pared. Cayó al suelo inconsciente.

El monstruo giró la cabeza posando su mirada malvada y cargada de odio en los amigos que estaban al otro lado de la puerta y que estaban gritando aterrorizados ante lo que estaban viendo. Con una sonrisa siniestra, mostrando un par de filas de dientes afilados como cuchillas, cerró la puerta tras de sí.

 

 

 

 

 

 

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