Un cuervo graznaba en el bosque.
Un hombre llevaba horas deambulando. Había perdido sus zapatos, los pies le
sangraban y tenía la ropa hecha jirones. Estaba exhausto, sediento, la visión
del cuervo no presagiaba nada bueno. La muerte lo acechaba. Llevaba horas, tal
vez días, perdido, no lo sabía con certeza. Había sufrido un accidente, un
ciervo se había cruzado en su camino, perdió el control de su coche chocando
contra un árbol. Repuesto del susto inicial, decidió pedir ayuda. El móvil estaba
roto. Esperó horas a que pasara algún coche. La suerte lo había abandonado.
Decidió caminar. Lo hizo durante horas, le dolían mucho los pies y se había
bebido toda la botella de agua que había encontrado en el coche. Se levantó una
brisa que fue incrementándose poco a poco, los árboles comenzaron a moverse,
levantó la mirada al cielo por si se acercaba una tormenta, pero seguía igual
azul y sin ninguna nube que lo enturbiara. Escuchó un grito aterrador. Entre los árboles vio pasar una sombra
corriendo, podría ser un animal o una persona, no estaba seguro. Gritó con las pocas fuerzas que le quedaban.
Nadie le respondió. Pero entonces, como salido de la nada, vio una figura en
medio de la carretera a pocos metros de donde estaba. Era alto, calculó que mediría
unos dos metros, y muy delgado. Vestía una túnica blanca con capucha que le
cubría la cara y llevaba un gran bastón en la mano. Supo que su vida corría
peligro. Corrió hacia el bosque, notando en cada momento aquella presencia tras
él.
Tropezó y
cayó rodando por una pendiente. El cuervo revoloteaba a su alrededor. Una sombra
lo cubrió por completo, el encapuchado levantó el cayado. No debió abandonar la
carretera. Pero era demasiado tarde para rectificar. Sintió un dolor punzante,
luego oscuridad.
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