sábado, 4 de septiembre de 2021

EL HIJO DE MI AMIGO

 

Lo vi. Estaba alejado del grupo, pero lo suficientemente cerca para no perder detalle de lo que allí pasaba. Vi tristeza en su cara. Hasta podía jurar que sus ojos estaban anegados de lágrimas. Sentado sobre la hierba, entre dos tumbas, observaba todo lo que pasaba. Llevaba puestos unos vaqueros resquebrajados y sucios. Su camiseta blanca también estaba rota a la altura del pecho, desgarrada y cubierta de sangre. Nuestros ojos se cruzaron durante unos segundos. Me reconoció. Él supo lo que yo ya sabía. Estaba muerto y yo era el único que podía verlo. Presenciaba su propio entierro. 

El sacerdote estaba hablando a los presentes, era la hora del sermón y todos mostraban su respeto agachando la cabeza y moviendo los labios como si estuvieran rezando. Pero más de uno, quizá todos, estaban aliviados de que aquel cuerpo que iban a enterrar no fuera el suyo. Algún día se encontrarían en esa situación. Algún día. Quizá lejano. Quizá no. Algún día que no era hoy. 

Desvíe la mirada de la suya para observar la gente que había a mi alrededor. Yo estaba allí como amigo de la familia. De su familia, concretamente de su padre, que contemplaba con ojos llorosos, la caja de madera tallada que tenía delante, en la cual, yacía su hijo y que en escasos minutos estaría a dos metros bajo tierra donde el cuerpo de su primogénito se iría pudriendo poco a poco. Me dio tanta pena que me acerqué a él y le puse mi brazo derecho sobre sus hombros. Yo también tengo hijos y sé cómo se les quiere. Me dirigió una mirada de gratitud y rompió a llorar.  Mientras tanto volví a mirar al chaval. Al muerto. Al hijo de mi amigo, que lo conocía desde que había salido del vientre de su madre. Su mirada estaba enfocada en alguien de los allí presentes. Pude ver odio, mucho odio, en sus ojos. Seguí su mirada. Era su mejor amigo el foco de su atención. Por lo que me habían contado, el accidente en el que falleció, había sido por una negligencia de su parte, había perdido el control del coche, seguramente por los efectos del alcohol o drogas que había estado tomando. Iban otros tres amigos con él, ellos habían sobrevivido. La suerte, esa noche, no estaba de su lado. 

La policía estaba haciendo las pesquisas necesarias para resolver aquel caso. Pequeños detalles que no encajaban en todo aquello les había llevado a investigar el accidente a fondo. Eso es lo que su padre me había comentado añadiendo que su hijo no tomaba drogas. Pero qué padre lo admitiría, aunque supiera que era verdad. Le habían realizado la autopsia al chaval y se procedió a enterrarlo lo antes posible por el mal estado en que había quedado su cuerpo. Terminado el sermón se procedió a bajar el féretro a la fosa húmeda y oscura de la cual no saldría jamás y donde el joven descansaría para siempre, si eso era posible, porque bastaba ver la cara del muchacho para darse cuenta de que su alma no estaba en paz. 

Entonces pasó algo, que no sólo yo, que era el único que podía verlo, lo notó. El detonante fue el estridente ruido de las sirenas de un par de coches de la policía que se acercaban velozmente al cementerio. Miré hacia el lugar donde había estado sentado el hijo de mi amigo para ver su reacción. No estaba. Recorrí la mirada en su busca. Lo vi hablándole a su amigo. Éste retrocedía gritando a todo pulmón que lo dejara en paz. Sus ojos eran la viva imagen del miedo y el terror que sentía al ver a su amigo muerto, al amigo que estaban enterrando. La gente acudía a su encuentro, para consolarlo, pensando que el dolor que sentía era tan grande, que lo había vuelto loco. Intentaban agarrarlo, pero, con una facilidad pasmosa, se libraba de ellos apartándose de un lado a otro, esquivándolos. El joven intentaba salir huyendo del cementerio caminando de espaldas, para no perder de vista a su amigo convertido en  fantasma. Tropezó y cayó sobre una cruz de hierro. Profirió un profundo y desgarrador alarido de dolor, durante el cual, toda la gente congregada en el cementerio enmudeció. La sangre que emanaba de su espalda, teñía de rojo la lápida blanca donde estaba enclavada aquella cruz. Se ahogó con su propia sangre saliendo a borbotones de su garganta. Cuando llegó la policía ya había muerto. Y el hijo de mi amigo había desaparecido. Luego supe por qué. 

La autopsia arrojó cero de alcohol y cero drogas en su sangre. Vieron restos de pintura roja en la puerta del conductor del coche siniestrado que, por cierto, era blanco. Había sido un homicidio voluntario por celos. El hijo de mi amigo le había levantado la novia a su mejor amigo,  el que yacía con una cruz clavada en la espalda. Éste lo sacó de la carretera provocando el accidente que lo mató. El resto de los chicos que iban en el coche no podían contar nada porque todavía estaban en el hospital, bastante graves. Me pareció que estaba presenciado una de las muchas injusticias que tiene la vida y que hacen que te hagas un montón de preguntas sin obtener ni una respuesta que te satisfaga un poco.

Me dirigía al coche cabizbajo y pensando en todo aquello cuando lo volví a ver. Esta vez sentado en la parte de atrás de mi coche. Entré, me coloqué el cinturón de seguridad y me dispuse a arrancar cuando le pregunté si quería que lo llevara a algún sitio.

-A casa –me dijo

Lo observé por el retrovisor. Estaba sonriendo. Había llevado a cabo su venganza y estaba en paz consigo mismo.

- ¿No ves una luz o algo a lo que tengas que dirigirte? –le pregunté conocedor de mi ignorancia sobre el tema.

- ¡No digas tonterías! –me dijo- ¡no pienso irme a ningún lado!.

Arranqué el coche y nos fuimos.

1 comentario:

  1. Ufffff… se puede decir que bello? Mejor que bien narrado, un escalofrío que recorrió mi cuerpo, un no despegar la vista hasta leerlo por completo, y ese final inesperado que deja que pensar y que analizar…
    Enhorabuena! Qué talento!
    Saludos, Maria Mercedes

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