Un ambiente festivo envolvía las calles decoradas con
luces de colores y guirnaldas, música de villancicos que se dejaba escuchar, a
todas horas, por unos altavoces colocados estratégicamente por todo el pueblo,
cortesía del alcalde. Tiendas abarrotadas de gente comprando regalos, niños
sonriendo, otros llorando, en el regazo de Papa Noel, todo esto junto con el
olor a turrón y mazapanes que se respiraba, era el indicativo de que la Navidad
había llegado.
Un anciano, apoyado en un bastón con una empuñadora de
oro, en forma de dragón, paseaba entre la multitud. Tenía el pelo muy corto y
completamente blanco, era alto y delgado. Vestía un traje caro, de color negro.
Unos zapatos del mismo color aparecían pulcramente lustrados. Una niña pequeña que iba de la mano de su madre,
quedó algo rezagada mirando un oso de peluche que había en el escaparate de una
tienda, al volver la mirada al frente, después de un ligero tirón de su madre,
tropezó con aquel hombre mayor. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos,
tiempo suficiente para que el miedo invadiera el cuerpo de la pequeña y se
pusiera a llorar. La madre después de disculparse con el anciano, la cogió en
su regazo tratando de calmar a su hija que lloraba desconsoladamente. El hombre
siguió su camino, esbozando una sonrisa que, para cualquiera que lo estuviera
observando, la tildaría de siniestra, malvada.
Pero nadie se fijó en él. En medio de aquella ola de
gente, era uno más. Pero había una diferencia a tener en cuenta, mientras los
demás iban con prisas de un lado a otro, él caminaba despacio, observándolo
todo y a todos, intentando atrapar en sus retinas hasta el más mínimo detalle de
lo que acontecía a su alrededor.
Sus pasos lo llevaron hasta la reja abierta, de una gran
casona, donde una mujer de mediana edad, muy maquillada y envuelta en pieles,
le daba un bofetón a una joven porque se le había caído una botella de leche en
el camino de acceso, manchándole sus caros zapatos. El anciano sonrió.
Siguió caminando. Sus pasos le llevaron hasta Papa Noel.
Había una inmensa hilera de niños que esperaban su turno para hacerle sus
peticiones. En esos momentos un niño de unos siete años, estaba sentado en su
regazo. Le estaba enumerando una lista infinita de juguetes que quería. Papa Noel
lo miró fijamente y le dijo que tenía que dejar algo para los demás niños. El chaval,
visiblemente enfadado, le respondió que no le importaban los demás niños y que,
si no le traía lo que le había pedido se lo diría a su padre, que era el
alcalde, y lo llevaría al calabozo.
Siguió con su paseo. Un coche se detuvo en un callejón
oscuro, de él se bajó un joven de unos treinta años, llevaba el cuello del
abrigo subido, un sombrero negro cubriéndole la cabeza y una bufanda le tapaba
la mitad de la cara. Miró a ambos lados y cuando estuvo seguro de que nadie lo
veía entró por la puerta trasera de un famoso prostíbulo. El anciano sabía quién
era a pesar de intentar pasar desapercibido. El padre Juan, hombre devoto donde
los haya. Pero humano, al fin y al cabo. Portaba una bolsa llena de regalos.
Sonrió.
A Martín no le gustaba lo que su padre le mandaba hacer,
sobre todo en aquella época del año, pero según él era la mejor para aquel “trabajo”.
La gente era más generosa, los remordimientos tenían mucho que ver en ello, soltaban
más monedas que de costumbre. Se colocó
en una esquina muy concurrida, vistiendo sus peores ropas, a pedir limosna. Al cabo
de una hora allí, tuvo que darle la razón a su padre, la gente le lanzaba
monedas como caramelos. Mejor así, porque si no llevaba suficiente dinero esa
noche a casa, le daría una paliza y lo mandaría a la cama sin cenar. El anciano
le arrojó un par de monedas al niño, mientras le sonreía.
Siguió caminando. Una pareja estaba discutiendo. Ella le decía
a su novio, que no quería ver a la hermana de él, que era una arpía y que le
caía mal. Él le reprochaba que no quisiera cenar con su familia. Ella rompió a
llorar de impotencia. Una mujer se acercó a ellos, era la hermana del joven. Sus
últimas palabras al teléfono antes de acercarse a su hermano y su cuñada,
fueron “tengo que colgar, querida, he de saludar a la imbécil de la novia de mi
hermano, hablamos luego”. Guardó el móvil en el bolso y se acercó a la mujer,
le estampó un par de besos en la mejilla, sin dejar de repetirle lo guapa que
estaba y lo mucho que se alegraba de verla y que le había comprado un regalo
que la iba a dejar sin palabras.
Le encantaba aquella época del año. La Navidad era, sin
duda, la festividad donde los hombres más pecaban. Y él se alimentaba de los
pecados de los humanos.
El Demonio sonrió y continuó caminando. Estaba
disfrutando muchísimo con aquel paseo.
Y la noche, no había hecho más que empezar.
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