jueves, 16 de diciembre de 2021

NAVIDAD

 

Un ambiente festivo envolvía las calles decoradas con luces de colores y guirnaldas, música de villancicos que se dejaba escuchar, a todas horas, por unos altavoces colocados estratégicamente por todo el pueblo, cortesía del alcalde. Tiendas abarrotadas de gente comprando regalos, niños sonriendo, otros llorando, en el regazo de Papa Noel, todo esto junto con el olor a turrón y mazapanes que se respiraba, era el indicativo de que la Navidad había llegado.

Un anciano, apoyado en un bastón con una empuñadora de oro, en forma de dragón, paseaba entre la multitud. Tenía el pelo muy corto y completamente blanco, era alto y delgado. Vestía un traje caro, de color negro. Unos zapatos del mismo color aparecían pulcramente lustrados.  Una niña pequeña que iba de la mano de su madre, quedó algo rezagada mirando un oso de peluche que había en el escaparate de una tienda, al volver la mirada al frente, después de un ligero tirón de su madre, tropezó con aquel hombre mayor. Sus miradas se cruzaron durante unos segundos, tiempo suficiente para que el miedo invadiera el cuerpo de la pequeña y se pusiera a llorar. La madre después de disculparse con el anciano, la cogió en su regazo tratando de calmar a su hija que lloraba desconsoladamente. El hombre siguió su camino, esbozando una sonrisa que, para cualquiera que lo estuviera observando, la tildaría de siniestra, malvada.

Pero nadie se fijó en él. En medio de aquella ola de gente, era uno más. Pero había una diferencia a tener en cuenta, mientras los demás iban con prisas de un lado a otro, él caminaba despacio, observándolo todo y a todos, intentando atrapar en sus retinas hasta el más mínimo detalle de lo que acontecía a su alrededor.

Sus pasos lo llevaron hasta la reja abierta, de una gran casona, donde una mujer de mediana edad, muy maquillada y envuelta en pieles, le daba un bofetón a una joven porque se le había caído una botella de leche en el camino de acceso, manchándole sus caros zapatos. El anciano sonrió.

Siguió caminando. Sus pasos le llevaron hasta Papa Noel. Había una inmensa hilera de niños que esperaban su turno para hacerle sus peticiones. En esos momentos un niño de unos siete años, estaba sentado en su regazo. Le estaba enumerando una lista infinita de juguetes que quería. Papa Noel lo miró fijamente y le dijo que tenía que dejar algo para los demás niños. El chaval, visiblemente enfadado, le respondió que no le importaban los demás niños y que, si no le traía lo que le había pedido se lo diría a su padre, que era el alcalde, y lo llevaría al calabozo.

Siguió con su paseo. Un coche se detuvo en un callejón oscuro, de él se bajó un joven de unos treinta años, llevaba el cuello del abrigo subido, un sombrero negro cubriéndole la cabeza y una bufanda le tapaba la mitad de la cara. Miró a ambos lados y cuando estuvo seguro de que nadie lo veía entró por la puerta trasera de un famoso prostíbulo. El anciano sabía quién era a pesar de intentar pasar desapercibido. El padre Juan, hombre devoto donde los haya. Pero humano, al fin y al cabo. Portaba una bolsa llena de regalos. Sonrió.

A Martín no le gustaba lo que su padre le mandaba hacer, sobre todo en aquella época del año, pero según él era la mejor para aquel “trabajo”. La gente era más generosa, los remordimientos tenían mucho que ver en ello, soltaban más monedas que de costumbre.  Se colocó en una esquina muy concurrida, vistiendo sus peores ropas, a pedir limosna. Al cabo de una hora allí, tuvo que darle la razón a su padre, la gente le lanzaba monedas como caramelos. Mejor así, porque si no llevaba suficiente dinero esa noche a casa, le daría una paliza y lo mandaría a la cama sin cenar. El anciano le arrojó un par de monedas al niño, mientras le sonreía.

Siguió caminando. Una pareja estaba discutiendo. Ella le decía a su novio, que no quería ver a la hermana de él, que era una arpía y que le caía mal. Él le reprochaba que no quisiera cenar con su familia. Ella rompió a llorar de impotencia. Una mujer se acercó a ellos, era la hermana del joven. Sus últimas palabras al teléfono antes de acercarse a su hermano y su cuñada, fueron “tengo que colgar, querida, he de saludar a la imbécil de la novia de mi hermano, hablamos luego”. Guardó el móvil en el bolso y se acercó a la mujer, le estampó un par de besos en la mejilla, sin dejar de repetirle lo guapa que estaba y lo mucho que se alegraba de verla y que le había comprado un regalo que la iba a dejar sin palabras.

Le encantaba aquella época del año. La Navidad era, sin duda, la festividad donde los hombres más pecaban. Y él se alimentaba de los pecados de los humanos.

El Demonio sonrió y continuó caminando. Estaba disfrutando muchísimo con aquel paseo.

Y la noche, no había hecho más que empezar.  

 

 

 

 

 

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