Cuando aquella
mañana, el despertador que descansaba sobre su mesilla de noche sonó, se
levantó como cada día, para ir a trabajar. El camino al trabajo siempre lo
hacía a pie, apenas distaba unos veinte minutos de su casa. Al ser tan
temprano, sólo se cruzaba con dos o tres personas por la calle, siempre las
mismas, somnolientas y apretando el paso para no llegar tarde.
Llevaba poco menos de la mitad del camino recorrido
cuando se percató de que no estaba solo, alguien caminaba tras él, muy cerca,
demasiado para su gusto. Por su manera de andar y por el ruido que hacían
aquellos pasos, dedujo que se trataba de un hombre. En un principio no le dio
mayor importancia y siguió su camino. El sonido de aquellos pasos lo
acompañaron hasta llegar a un cruce. Se paró esperando que el semáforo cambiara
de color. La incertidumbre lo estaba matando. Se moría por saber quién caminaba
tras él. Su imaginación había echado a volar, mostrándole un abanico inmenso de
posibles identidades, cada cual más aterradora, de aquel individuo. Incluso se
vio en las noticias de la noche como la última víctima de un asesino serial. Con cierto disimulo, giró la cabeza para ver
de quien se trataba. Pero se llevó una gran sorpresa al comprobar que tras él
no había nadie. Estaba solo en la calle. Cuando la luz del semáforo se puso verde,
el hombre cruzó. Al llegar al otro lado algo había cambiado en él. Era su
semblante. Estaba pálido como la cera. En él se veía reflejado el pánico que lo
invadía. Estuvo un rato parado en la acera tratando de aclarar sus
pensamientos. Aquella situación en la que se veía inmerso, no le gustaba. Le
causaban angustia y mucho miedo. Aquellos pasos eran reales. Los había
escuchado claramente. No estaba loco. No se imaginaba cosas. Los había oído.
Estaba seguro. Entonces… ¿cómo podía explicar que no hubiera nadie caminando
tras él?, es más, ¿cómo podía explicar que no hubiera nadie en toda la calle?
Aquel pensamiento, aquella pregunta sin una aparente respuesta, que se repetía
en su cabeza una y otra vez, no hacía más que incrementar el miedo que sentía. Un
golpe de aire, salido de la nada, hizo que sus cabellos se alborotaran y
movieran su abrigo, cesando tan rápido como había comenzado.
Siguió caminando intentando mantener la compostura. Sus
pasos se hicieron más rápidos y algo torpes, provocados por el nerviosismo que
le embargaba. Su corazón latía desbocado en su pecho, provocándole un dolor
intenso. Los apenas diez minutos que distaban de su trabajo los hizo casi
corriendo. No dejaba de escuchar aquellos malditos pasos a sus espaldas cada
vez más y más cerca.
Su mente intentando aferrarse con fuerza a su lado
racional buscaba explicaciones coherentes para aquello.
Se paró en seco. Su respiración era entrecortada. Estaba
sudando. Gotas de sudor resbalaban por su frente. Las limpió con el dorso de la
mano en un acto reflejo. Respiró hondo e hizo acopio de todo el valor que pudo
reunir y se dio la vuelta, otra vez.
No había nadie. La calle estaba vacía.
Echó a correr como alma que lleva el diablo, los apenas cinco
minutos que distaban de la fábrica. Cuando llegó a la puerta metálica que
separaba la calle del edificio la abrió de un tirón, entró y la cerró
rápidamente tras de sí. Se apoyó en ella para tomar aliento. Pero antes de que
se cerrara completamente, se coló un soplo de aire, envolviéndolo con su gélido
manto. Un escalofrío recorrió todo su cuerpo. Sentía una presencia a su lado.
Podía jurar que no estaba solo. Se estaba volviendo loco.
Un enorme cansancio se apoderó de él. Arrastrando los
pies llegó hasta su despacho. Se dejó caer en el sillón. La dolía la cabeza. La apoyó sobre la mesa y
cerró los ojos esperando que el dolor cesara.
Poco después, cuando entró su secretaria, lo encontró sin
vida.
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