Era una cálida tarde de verano, cuando los vecinos de
aquel pequeño pueblo, vieron pasar una ranchera verde. Al llegar a una gran
casa pintada de blanco, situada a las afueras, se detuvieron. Habían llegado.
Del coche se apearon un hombre, una mujer y una
adolescente. La muchacha con el ceño fruncido y semblante malhumorado, se
plantó delante de la casa mirándola de manera inquisitoria dispuesta a protestar
por su aspecto. Pero no pudo hacerlo. Era más bonita de lo que jamás se hubiera
imaginado. Tenía dos plantas y hasta donde sus ojos podían ver, un gran jardín
en la parte trasera.
-Espera a ver su interior y la piscina –le susurró su
padre al oído, mientras cargaba con dos grandes cajas.
Su madre le pidió que llevara sus maletas y procedieron a
la apertura de la puerta principal. El padre, introdujo la llave en la
cerradura. Al abrirla, hizo una ceremoniosa reverencia invitándolas a entrar en
su nuevo hogar.
Tanto la madre como la hija no pudieron menos que reírse.
Carol había dejado atrás su enfado dando paso a la curiosidad propia de una
chica de su edad, por ver cómo era por dentro.
La joven, comenzó a recorrer la planta de abajo. Y lo que
vio le gustó. La cocina era enorme. Tenía una puerta que daba al jardín desde
la cual podía ver una enorme piscina. Intentó abrirla, pero estaba cerrada.
Encaminó sus pasos hacia el salón, de un tamaño considerable.
En una de las paredes había una gran chimenea que le robó una sonrisa. Los
muebles eran nuevos y funcionales, pero había algo que le llamó la atención. En
las paredes, había retratos de familias enmarcados. En uno se veía a una joven
con un bebé en brazos. En otra, a un matrimonio de mediana edad con cinco niños,
tres niñas y dos niños. Otra, mostraba a dos ancianos, un hombre y una mujer y en
las otras dos, se veía una pareja con una niña de unos ocho años, en una y la
otra estaba vacía. Todos sonreían. A Carol le dio la impresión que sus ojos se
movían para mirarla al pasar. Un escalofrío le recorrió el cuerpo.
Le quiso preguntar a su padre si sabía algo de aquello,
pero prefirió dejarlo para más tarde y de paso sugerirle quitarlos de allí.
Tanto él como su madre estaban muy atareados descargando cajas y bolsas del
coche.
Al cabo de un rato, cuando por fin hubieron metido todo
dentro, Carol ya había recorrido la parte de arriba y se había enamorado
completamente de su habitación. Era enorme, muy soleada y daba al jardín
trasero. Escuchó risas en la cocina. Bajó a ayudarles.
La tarde estaba cayendo y las primeras sombras de la
noche ganaban terreno, a pasos agigantados, a la luz del sol. Decidieron hacer
un descanso y comer algo.
Fue entonces cuando la joven le comentó a su padre que la
puerta que daba al jardín estaba cerrada con llave. El hombre probó cada una de
las llaves que le había dado la inmobiliaria, pero ninguna abría aquella
puerta. Marcó el número de la joven que le había vendido la casa, pero el móvil
no daba señal. No le dio mucha importancia y decidió que por la mañana se
acercaría hasta allí.
Pero la joven de la inmobiliaria se había dado cuenta de
que no le había dado todas las llaves, en la oficina estaban la que daba al
jardín trasero y la del sótano. Así que antes de irse a su casa decidió pasarse
por allí puesto que le quedaba de camino.
Mientras tanto en la casa se vieron que los problemas
empezaban a mostrar su cara más siniestra. No había electricidad. Encontraron
una linterna que funcionaba, en uno de los cajones de la cocina y el hombre se
encaminó hacia el sótano donde estaba el cuadro de la luz. Pero su sorpresa fue
mayúscula cuando al ir a abrir la puerta se dio cuenta de que estaba cerrada con
llave y él no la tenía. Intentó volver a llamar a la inmobiliaria, pero seguía
sin dar señal. Pensó en coger el coche e ir hacia allí, pero era muy tarde y lo
más seguro es que hubieran cerrado. No se equivocó.
Decidieron que aquello no le iba a arruinar su primera
noche en su nuevo hogar. Rebuscando por los cajones encontraron unas cuantas
velas y se dispusieron a cenar amparados por su luz. Se acostarían temprano y
al día siguiente solucionarían el problema de la luz y de las llaves.
La joven de la inmobiliaria enfiló el coche por el
sendero de grava, que daba a la casa. Estaba muy oscuro dentro. Pensó que tal
vez hubieran retrasado su llegada hasta el día siguiente. Pero vio las siluetas
de una joven con un bebé en brazos en el salón. Al ir acercándose escuchó
música y pudo vislumbrar a una pareja de ancianos bailando. Le pareció bastante
extraño todo aquello. Por lo que le había contado el hombre al que le había
vendido la casa, allí iban a vivir él, su esposa y su hija adolescente. En
ningún momento le habló ni de un bebé ni de unos ancianos.
Se apeó del coche y se dirigió a la puerta de la entrada.
Timbró.
Dentro de la casa, poco antes de que sonara el timbre, el
equipo de música que había en el salón comenzó a sonar, dejando escapar las
notas armoniosas de un vals. Aquello los dejó petrificados. El padre se levantó y accionó el interruptor
de la cocina, donde estaban, que no arrojó luz en la estancia. Linterna en mano
fue hasta el salón seguido de su mujer y su hija que por nada del mundo querían
quedarse solas en la cocina, estaban muy asustadas.
La música cesó cuando se escuchó el timbre. Estaban en el
umbral de la puerta del salón cuando aquello sucedió. Un pequeño grito salió de
sus gargantas provocado por el susto que les causó el timbrazo.
Lo primero que se les pasó por la cabeza es que eran los
de la inmobiliaria y que les iban a solucionar los problemas de la luz. El
padre se dirigió hacia la puerta de la entrada dispuesto a abrirla, pero…. no
pudo. Tenía la llave puesta, pero por más que lo intentaba no lograba hacerla girar.
Gritó al que estuviera al otro lado de la puerta. Pero nadie le respondió.
Escuchó pasos que iban en dirección al garaje. Corrió hacia la ventana para
abrirla. No lo consiguió. La temperatura en la casa había bajado
considerablemente. Pero lo peor no era el frío que sentían, sino la sensación
de estaban siendo observados.
Fuera la joven timbró un par de veces más al ver que
nadie acudía a abrir la puerta. La música había cesado. Se acercó a las ventanas por si veía a los
ancianos o a la mujer con el bebé, pero parecía que la casa estaba vacía. No
sabía qué hacer. Fue hasta su coche y cogió su móvil. Llamó al hombre que había
comprado la casa, pero no daba señal. Fue hasta el garaje. Había un coche allí.
Una ranchera verde. Aquello sólo podía significar una cosa: habían llegado ese
día.
Volvió a timbrar. Nada. Entonces una idea acudió a su
cabeza. Habían salido a cenar al pueblo. No podía haber otra explicación. Sonrió
con alivio. Se había puesto nerviosa por nada. Se subió al coche con la idea de
volver al día siguiente por la mañana.
Así lo hizo. De camino al trabajo paró en la casa.
Se dio cuenta de que algo no iba bien a medida que se iba
acercando con el coche.
Las luces de toda la casa estaban encendidas. La puerta
de la casa estaba abierta de par en par. Asomó la cabeza mientras lanzaba una
pregunta al aire: ¿hay alguien? Nadie respondió
Vio cajas vacías y otras a medio vaciar esparcidas por
toda la planta baja.
Fue hasta el salón. Lo recorrió con la mirada y algo le llamó
la atención. Los cuadros se habían caído. El suelo estaba cubierto de cristales.
Sólo quedaba uno colgado en la pared. Se acercó. En él se veía a un hombre, una
mujer y una adolescente. Reconoció al hombre. Era el nuevo propietario de la
casa.
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