Cuando bajaron el féretro a la fosa, el joven no pudo más
y se derrumbó. Había intentado mantener la poca compostura que le quedaba, pero
aquella visión… pensar que su madre yacería eternamente en aquel hoyo oscuro y
húmedo… La poca cordura que se aferraba a él con unas y dientes, con una
desesperación desmesurada, se desvaneció, resquebrajando por completo la tela
de la razón, por la cual, y como esperando el momento exacto para hacer acto de
presencia se coló la locura.
Echó a correr. Atravesó el camposanto bajo la mirada
atónita de los asistentes al entierro. Amigos y familiares que miraban
estupefactos como el hombre se perdía entre el bosque de lápidas huyendo de
algo, de alguien, de sí mismo, de su dolor, de su agonía, de la muerte…
Se subió al coche y aceleró. Necesitaba huir de aquel
lugar, morada de muertos, de vidas sesgadas, de recuerdos extraviados, de
nombres ya olvidados.
Y corrió y corrió por carreteras estrechas, por caminos
de tierra, donde la noche lo encontró llorando al volante como un niño sin
fiesta de cumpleaños.
Entonces...
Con su ultimo vestido, el escogido para el ultimo baile
con la muerte. Su carmín rojo en los labios, su pelo suelto cayendo en cascada
sobre sus hombros, su mirada ausente, sin vida, pero aun así lo miraba. Sus
ojos aterrados, le suplicaban.
Aminoró la marcha, unos segundos, tiempo suficiente para
darse cuenta de que los labios de su madre se movían con desesperación.
Haciéndole señas con los brazos para que se detuviese. No escuchaba su voz. El
alto volumen de la radio amortiguaba aquellos gritos desgarradores.
Por unos segundos vio aquel muro, que inexplicablemente
habían levantado en medio de aquella carretera. Pisó el freno a fondo, sabiendo
que si no lo hacía el impacto sería mortal.
No pudo evitar el choque frontal contra aquella pared.
Pero sí pudo eludir a la muerte.
Aquella visión le salvó de una muerte segura.
Los sanitarios que acudieron al lugar de los hechos no
podían explicarse el accidente. El coche presentaba fuertes daños en la parte
frontal. Pero no había nada que les indicara contra que había chocado. No había
un árbol, ni restos del atropello de un animal, ni una piedra, nada que se
hubiera interpuesto en su camino.
“En la orfandad suprema de la muerte
Te vi caer al abismo de la suerte”
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