Había decidido hacer su tesis sobre el libro de Bram Stoker:
Drácula. Analizaría, desgranaría, desangraría cada párrafo, cada frase, cada
palabra de dicho libro hasta lograr introducirse en las cavernas más oscuras de
la mente del autor.
Pasaba la mayor parte del tiempo en la biblioteca.
Concentrada en su tesis, no prestaba atención a la gente que había a su
alrededor. Si lo hubiera hecho se habría dado cuenta de que hacía más de una
semana un joven vestido de negro, con aspecto enfermizo debido a la palidez de
su piel, la observaba detenidamente. Siempre estaba sola, aunque de vez en
cuando su mejor amiga, Laura, la acompañaba en sus largas horas de estudio.
Aquel era uno de esos días en los que no se encontraba sola. Su amiga dejó sus
libros sobre la mesa y le hizo señas para que la siguiera. Salieron a la calle.
Laura se veía emocionada. Le tendió una tarjeta negra que le había entregado un
joven muy pálido a la entrada de la biblioteca, con un nombre y una dirección
impresa en letras blancas. “Reunión de amantes de Drácula”. Martes a las 23 horas”
Había un número de teléfono para confirmar la asistencia.
Diez minutos antes de la hora señalada, un coche negro
apareció delante del apartamento que compartían las dos chicas, tal y como les
había indicado una voz masculina al otro lado de la línea cuando habían llamado.
Conducía aquel joven.
El coche se paró delante de una casa enorme de estilo
victoriano. El muchacho se adelantó. Levantó un enorme llamador de hierro
forjado con forma de calavera y lo dejó caer sobre la maciza puerta de madera.
No tardaron en escucharse unos pasos. La puerta se abrió. En el umbral apareció
un hombre de mediana edad, vestido con ropas antiguas, pasadas de moda. El
semblante de las chicas mudó de color. Aquel hombre tenía un parecido extraordinario
con Bram Stoker. Se presentó como “el conde”. Con unos modales exquisitos las
invitó a entrar en su “humilde morada”. Al cruzar la puerta un olor penetrante
a muerte, a hojas mojadas y a tierra húmeda les golpeó en la cara.
Pasaron a un comedor. La mesa estaba preparada para dos
comensales. Viandas de todo tipo descansaban sobre ella. El anfitrión tras
acomodarlas en sus respectivas sillas de respaldo alto pasó a llenarles las copas.
Al probarlo, las jóvenes se dieron cuenta de que aquello no era, ni por asomo,
vino tinto como habían supuesto. Aquella bebida tenía un sabor metálico,
similar al de la sangre.
La escupieron. El hombre lanzó una carcajada al aire,
siniestra, macabra que no hizo más que incrementar el miedo que sentían las
muchachas y las ganas de marcharse de allí.
El pálido joven que hasta ese momento había guardado un
completo silencio, agarró a Laura por detrás cogiéndola desprevenida. A continuación,
le mordió el cuello sin dejar de mirar a la amiga que, en un ataque de pánico,
había comenzado a gritar.
Entonces comprendió a que se debía aquel aspecto cadavérico
que presentaba el muchacho.
-El conde bebió toda tu sangre ¿verdad? –le preguntó en
un hilo de voz, mientras luchaba con todas sus fuerzas para no perder el
conocimiento.
-Sí –le respondió él, esbozando una sonrisa pintada de
rojo.
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