Samuel, un joven de dieciocho años, entró en urgencias en
estado muy grave tras una paliza que le habían propiciado unos desconocidos
cuando se dirigía a su casa. Tras varias
horas en quirófano el doctor Granados consiguió que el joven no entrara en el
sueño eterno del que no saldría jamás. Durante días Samuel sólo recibía la visita
del doctor. Su evolución era favorable,
pero detectaron que algo no iba bien en su cerebro tras las múltiples pruebas que
le hicieron. Pero el detonante fue cuando los padres tuvieron el permiso para
visitarlo. El joven entró en pánico, gritando y suplicando que no les dejara a
solas con esa gente que no conocía de nada. Las lesiones físicas curaban
rápidamente mientras que las mentales se agravaban día a día. La única
presencia que aceptaba en su habitación era la de su médico, el doctor Granados,
hasta que un día dejó de reconocerlo como tal, tildándolo de impostor. Lo
agarró de la bata blanca, con una fuerza sobrenatural, al tiempo que le
preguntaba, una y otra vez, quién era él y que había hecho con el médico.
Lo llevaron al Asilo de Enfermos Mentales. El doctor
pidió su traslado para seguir de cerca la evolución del muchacho. En ese lugar
estaban las personas con los trastornos mentales y psicológicos más extraños del
mundo.
Al día siguiente de su ingreso la sorpresa del doctor fue
mayúscula cuando el muchacho parecía dar muestras de reconocerlo sin pensar que
era otra persona que lo suplantaba.
Lo acompañó a la sala común donde los demás internos
estaban viendo la televisión en esos momentos. Le provocó una gran ternura al
ver su aspecto frágil y tímido cuando entró allí. Le susurró que no le dejara
solo, como si fuera un niño pequeño en su primer día de escuela. El doctor le
explicó que tenía que interactuar con los demás pacientes, le vendría bien para
su recuperación y se quedó un rato con él.
Los días pasaron y su integración estaba siendo más que
satisfactoria. Se relacionaba con todos los residentes, era amable con los
enfermeros y tomaba su medicación sin rechistar. Se había hecho muy amigo de
una chica que no paraba de arrancarse el pelo y la de un hombre que no
pronunciaba una sola palabra. Sólo bufaba y mugía. Se consideraba un toro.
Los dos meses que siguieron a su internamiento en el
Asilo parecía que iba evolucionando bien.
Una noche en que el doctor Granados estaba a punto de irse, recibió la
visita del director del centro en su despacho. Se veía consternado. Todos los
días hacían una limpieza exhaustiva de las celdas de los internos buscando
pastillas que no tomaban mientras éstos estaban en el comedor cenando. Le mostró
tres bolsitas de plástico llenas de píldoras de varios colores y tamaños.
Correspondían a tres internos, el que se creía un toro, la chica que se
arrancaba el cabello y Samuel.
Unos gritos desgarradores les alertaron de que algo malo
estaba pasando. Provenían de la zona del comedor. Cuando llegaron vieron a los
dos enfermeros del turno de la noche tirados en el suelo en medio de sendos
charcos de sangre. Mientras los demás internos seguían cenando tranquilamente,
ajenos a todo, los causantes de aquello se reían danzando alrededor de los dos
cuerpos sin vida. El hombre-toro bufaba mientras arañaba con sus uñas las frías
baldosas del comedor, la chica se había arrancado casi toda su larga cabellera
rubia como el oro. Había trenzado los largos mechones agitándolos al aire mientras
bailaba y Samuel, con los ojos inyectados en sangre, gritaba que había que
acabar con los impostores, acusando a aquellos dos hombres de matar al director
y al doctor Granados y hacerse pasar por ellos para torturarlos.
Fue la última noche en el Asilo.
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