Era una soleada tarde de verano de un día muy especial
para ella. Su cumpleaños. Sus padres habían preparado una gran mesa en el
jardín. Sus primos, sus tíos, sus abuelos, sus amigos, todos estaban allí
reunidos. Pero aquel no era una celebración cualquiera. Había salido del
hospital, hacía menos de una semana, tras someterse a un trasplante de riñón.
Llegó el momento de los regalos. Su padre se acercó a
ella y le entregó un pequeño paquete envuelto en papel de regalo de color
blanco con un lazo rojo. Lo abrió. Dentro había una cadena de plata con un
colgante en forma de mariposa. Era precioso. Miró a su padre con los ojos
llenos de lágrimas y lo abrazó con fuerza. Entonces el cuerpo de su padre se
deshacía entre sus brazos mientas escuchaba una voz que decía. “nada es lo que
parece”.
Gritó. Había sido una pesadilla, la misma que durante las
últimas semanas, la despertaba noche tras noche.
Un mes después de su cumpleaños, habían sufrido un
accidente de coche cuando iban de camino al colegio. Ella salió ilesa salvo por
algunos rasguños. Su padre había pasado varios días en el hospital hasta que la
muerte se lo llevó.
Habían pasado quince años y todavía recordaba con gran
nitidez, cada detalle de aquel accidente. Podía sentir la angustia y el miedo
que la habían embargado en esos angustiosos momentos.
Sabía que esa noche le costaría volver a dormir. Miró la hora.
Las doce y media. Se levantó y se encaminó hacia la cocina a beber un vaso de
agua.
Escuchó un ruido a sus espaldas. Pensando que era Juan,
su marido, le preguntó si también se había desvelado. Al no obtener respuesta
se giró. No había nadie. Estaba sola. Pero había algo sobre la mesa de la cocina.
Algo que antes no estaba. Una caja pequeña. Dentro había un colgante. Lo
reconoció al instante. Era como el que le había regalado su padre el día de su
cumpleaños y que había perdido el día del accidente. Nunca apareció a pesar de
todos los esfuerzos que hicieron por encontrarlo. Y ahora… estaba allí delante
de ella.
Pensando que había sido obra de su marido, cogió la caja
y fue hasta la habitación. Encontró a Juan completamente dormido. ¿Si no había
sido él, quién había sido entonces?
Volvió a la cocina. Se sentó y lo contempló durante unos
minutos. Reunió las fuerzas suficientes para sacar el colgante de aquella
cajita. Le dio la vuelta y allí estaba, la inscripción que había mandado grabar
su padre, “Mi gran guerrera. Te quiere, papá”.
Rompió a llorar.
Miles de recuerdos se agolparon en su memoria. Recuerdos
que no quería evocar pero que emergían uno tras otros a una velocidad
vertiginosa. Comenzó a recordar los días angustiosos que había pasado mientras
su padre luchaba por sobrevivir. Y el momento en que el médico le había dado a
su madre la fatídica noticia de su fallecimiento.
Recordó que a partir de ese momento todo había sucedido
muy deprisa. El ataúd cerrado, y el entierro pocas horas después. Su madre rota
de dolor apenas se movía. Dejó de hablar. Sus abuelos la habían cuidado durante
los meses posteriores a la muerte de su padre mientras esperaban la recuperación
de su madre. Pero la anhelada mejoría nunca llegó. Meses después se quitaría la
vida.
A pesar del trauma que había sufrido sus abuelos se
volcaron en ella dándole una buena vida y sobre todo mucho cariño y
comprensión, acompañándola en cada paso que daba. Nunca se hablaba de su padre
en casa. Ella siempre pensó que era a causa del dolor de la pérdida. Ellos
habían perdido a un hijo y a una nuera. Era mucho dolor. Nunca volvió a la casa que había compartido
con sus padres.
Y ahora…
Volvió a escuchar otro ruido. Una puerta se cerró. Salió al
pasillo.
-Juan, ¿eres tú? –preguntó en un tono entre asustado y enfadado.
Porque si su marido la quería asustar lo estaba consiguiendo con creces.
Sintió un fuerte dolor en la cabeza.
Poco a poco, fue recobrando la conciencia. Los recuerdos
de lo que había pasado fueron tomando forma, poco a poco, en su memoria. Tenía una
hinchazón en la frente. La habían golpeado y ese era el resultado. Se levantó
con esfuerzo. Miró a su alrededor. Estaba oscuro. Pero pudo distinguir las
siluetas de las tumbas que la rodeaban. No le cupo la menor duda de que estaba
en el cementerio. Se sacudió la tierra y comenzó a caminar. A los pocos metros
vio una pala que descansaba sobre una tumba. El nombre de su padre estaba
grabado en la lápida.
Comenzó a cavar.
Estaba amaneciendo cuando la pala golpeó el ataúd. El
golpe le había hecho un agujero. No le
costó mucho arrancar la madera podrida de la tapa, lo suficiente para ver lo
que había en su interior. Un montón de piedras. Dentro de ese ataúd nunca hubo
un cuerpo.
La habían engañado. Él no había muerto. Su madre se había
quitado la vida por una mentira.
Alguien pronunció su nombre al pie del hoyo. Miró hacia
arriba. Había un hombre.
Supo que era su padre.
El hombre comenzó a hablar.
-La guerrera busca en la tumba la verdad –le dijo.
Elisa todavía llevaba la pala en la mano.
- Espero que me perdones mi pequeña guerrera, por
abandonaros a ti y a tu madre. La muerte me acecha y los remordimientos me
corroen el alma. Vengo a implorar tu perdón.
Sin pensárselo dos veces le golpeó la cabeza con la pala.
Luego lo arrojó a la tumba. A su tumba.
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