- “Cariño, saldremos de
ésta ya verás. Nadie ni nada podrá separarnos jamás”.
Escuché la voz de mi
hermana. Estaba hablando con alguien. Supuse que, con su marido, por el tono
cariñoso que empleaba.
Me extrañó. El día
anterior había llevado a su perro a mi casa para que lo cuidara durante unos
días. Se iban de vacaciones. Su relación, una vez más, pasaba por un mal
momento y, una vez más, trataban de solucionarlo. Llevaban más de 10 años
juntos y no recordaba que lograran estar sin discutir más de dos meses
seguidos. Recuerdo que me había dicho, en un tono bastante decidido, tal vez,
para convencerme a mí o convencerse a ella misma que, al fin iban a solucionar
sus diferencias de una vez por todas: «vamos a lanzar por la borda un último
intento, así sabremos si nuestra relación reflota o se hunde para siempre”. Yo
asentí como única respuesta, tenía mis dudas al respeto, pero no se lo dije.
Había ido a su casa a
buscar algún juguete para Nerón, el pastor alemán, y su comida, de la cual,
sorprendentemente, se había olvidado Elisa, mi hermana. Es una mujer
meticulosa, obsesiva del orden y controladora. Olvidarse de la comida del perro
era algo inédito en ella. No le di mucha importancia pensando que, la idea de
esas vacaciones, acaparaba toda su atención.
La voz parecía provenir
del salón. Grité su nombre. No obtuve respuesta. La casa estaba en penumbra. Las
persianas estaban bajadas y sólo podía distinguir la forma de los muebles.
Busqué el interruptor de la luz. No había nadie. Pero sí encontré algo que definitivamente
no tenía que estar allí. Se trataba de una silla de madera colocada en medio
del salón, de cara a la televisión. Sobre ella había unas cuerdas ensangrentadas.
Y la alfombra tenía manchas de sangre. Alguien había sido atado con ellas.
Entonces escuché un
ruido sordo sobre mi cabeza. Un ruido similar al que provoca un mueble al ser
volcado.
Subí despacio hasta el piso
de arriba. Estaba muy asustada.
El ruido provenía de la
habitación de mi hermana. La puerta estaba entreabierta. El lugar estaba oscuro
como el resto de la casa. La luz de las farolas de la calle me permitía
distinguir las formas. Así fue como pude ver la cama. Allí tumbado distinguí la
figura de un hombre. Ni rastro de mi hermana. Palpé la pared en busca del
interruptor de la luz. Al iluminarse la habitación las sombras dieron paso a la
realidad.
Aquella figura en la
cama era mi marido. Me acerqué asustada. Lo toqué. Estaba frío. Tenía la ropa
manchada de sangre. No estaba seca. Lo habían matado hacía poco. En las manos
había marcas de ataduras. Entonces lo comprendí. Comencé a gritar rota de
dolor. La puerta del baño se abrió de golpe. Salió mi cuñado. Llevaba un
cuchillo cubierto de sangre en la mano. Sus ojos enloquecidos se clavaron en
los míos. Mi grito lo había alertado de mi presencia.
Tras él apareció mi
hermana. Llevaba la ropa mojada. Tenía la cara llena de arañazos y la ropa
hecha jirones.
Mi cuñado se abalanzó
sobre mí. Tuve los reflejos rápidos para agarrar la pequeña lámpara de bronce
que había sobre la mesilla de noche y golpear su cabeza con ella.
Más tarde cuando llegó
la policía supe la verdadera historia de aquel triángulo amoroso. Encontraron
las suficientes pruebas para determinar que mi marido y mi hermana eran
amantes. Mi cuñado lo había descubierto. Había matado a mi marido y habría
hecho lo mismo con mi hermana si no hubiese escuchado mi grito desgarrador. Mi
querida Elisa se ha esfumado. Por más que la buscaron durante días, no la
encontraron.
Mi marido muerto, mi
cuñado muerto, ahora me tocaba a mí vengarme.
¡¡¡Corre hermanita,
corre, mientras puedas hacerlo!!!!
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