Alejandro Bernad. Hombre poderoso donde los haya. Levantó
su imperio de la nada. Nació en el seno de una familia humilde. Su madre
modista, confeccionaba vestidos para las mujeres de la alta sociedad parisina. Su
padre, trabajada como mayordomo en la casa del primer ministro francés de
entonces, Paul Reynaud.
Alejandro, hijo único, se crio en la mansión donde trabajaba
su padre. Desde pequeño sabía lo que no quería ser de mayor: un donnadie como
su padre. Aspiraba a formar parte de aquel círculo cerrado de gente pudiente y de
poder. Comenzó a coquetear con temas satánicos.
Se empapó de conocimientos, llegando a ser un experto en la materia.
Despuntaba en los estudios. Su capacidad intelectual
superaba, con creces, la media. Pronto se adentró, haciéndose un experto, en el
arte de la manipulación, mentiras y engaños. Con menos de 10 años supo
camelarse a la familia del primer ministro, consiguiendo así recibir una educación
igual a la de sus hijos, que estudiaban en casa con los mejores maestros.
Sus notas eran las mejores, superando a los hermanos
Reynaud. A los 18 años terminó la carrera de Derecho. Los grandes bufetes del
país se lo disputaban.
Sus engaños y estrategias crecieron a medida que ello hacía.
Al morir sus padres heredó una pequeña casa y una pequeña fortuna que su padre
había ido ahorrando a lo largo de los años. Invirtió bien el dinero en la bolsa
y al poco tiempo cuadriplicó la suma pudiendo adquirir una mansión superior a
la que se había criado.
Llevaba una vida de excesos. Era un joven muy apuesto,
siempre se le veía rodeado de mujeres hermosas y acompañado de grandes figuras
de la política. Todos lo adoraban. Era un sabio entre sabios. A él los halagos
y las adulaciones le encantaban. Y sus ansias de poder parecían ser
inagotables. Se había propuesto ser el hombre más poderoso en la faz de la tierra
y llevaba camino de conseguirlo hasta que….
A pesar de su gran carisma e inteligencia era un hombre
con muchos prejuicios. Era racista, homófono, machista en exceso, consideraba
que las mujeres eran una raza inferior que no deberían tener pensamientos
propios ni privilegios algunos salvo los de servir a los hombres en cuerpo y
alma.
En la fiesta de fin de año que celebraba en su casa, una mujer
hermosísima hizo acto de presencia. A su paso se hacía el silencio absoluto.
Los presentes no sólo quedaban extasiados por su gran belleza y su aspecto
angelical, sino también por la fuerza y el control que desprendía al caminar.
Alejandro Bernad no fue una excepción. Quedó impresionado
al verla. Ella se acercó a él. Lo invitó a bailar. Sonaba El Vals del
Emperador. Al compás de la música Alejandro sintió que sus pies no tocaban el
suelo. Tener a aquella mujer entre sus brazos era puro placer, había oído
hablar del Edén y supo con certeza que, si realmente existía aquel lugar,
estaba en él.
Bailaron y bailaron como sino existiera nadie más en el
salón salvo ellos dos.
Al terminar la pieza, él le ofreció algo de beber en su
salón privado. Ella aceptó.
Ella le dijo que había oído hablar mucho sobre él. Era conocido
en todo el mundo. Esas palabras aumentaron más, si cabe, el ego del joven. Le
ofreció una copa de champán y estuvieron charlando hasta el amanecer. Supo algo
que nunca podría haber imaginado hasta ese momento: se había enamorado
perdidamente de aquella mujer.
Salieron al balcón para ver la salida del sol. Era el momento
perfecto, pensó él, para robarle un beso.
Acercó sus labios a los suyos. Se fundieron en un
apasionado beso.
Entonces Alejandro comenzó a notar como si miles de
insectos corrieran por su boca. Preso del pánico se separó de ella. Pero se dio
cuenta de que estaba abrazando a la nada. La mujer había desaparecido.
Sintió que se atragantaba. Su cuerpo estaba infestado,
tanto por dentro como por fuera, por pequeños escarabajos negros como la noche,
negros como el pecado.
Aquellos bichos habían llegado a su cabeza. Notaba como
se movían dentro de ella. Como comían su cerebro. El demonio devoró la cabeza
del sabio.
Su mayordomo entró poco después para llevarle otra
botella de champán.
Lo encontró tirado en el suelo. Solo.
Estaba vivo. Lo levantó y lo llevó hasta una silla. Le dio
un poco de agua. Pronto el color volvió a sus mejillas del joven.
Alejandro le hizo una petición a su mayordomo que lo dejó
desconcertado. Quería que lo acercara hasta un espejo.
Había uno en aquella habitación. Cuando vio su imagen reflejada
en él sonrió. El demonio que lo había poseído, Andras, aquella mujer bellísima
y de aspecto angelical, tenía grandes planes para el futuro, primero del país,
luego… del mundo entero.
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