Las últimas semanas cuando pensaba en ella, lo hacía sin
dolor. Tal vez ayudaba el hecho de que se había volcado en su trabajo, como
cocinero en un renombrado restaurante de la ciudad, y también que había
comenzado una nueva relación meses atrás. Ahora cuando pensaba en ella no
sentía amor, ni rabia, ni siquiera indiferencia, sentía pena. Por ella, por él,
por una relación que hubiese sido muy bonita si ella no hubiese decidido ponerle
fin.
Ese fin de semana era el cumpleaños de su nueva pareja,
Sara. La sorprendería con una fantástica cena en su casa. Luego, en los postres,
le pediría matrimonio. Sería una velada perfecta.
Sin embargo, era consciente de que tenía que cerrar, para
siempre, aquella puerta. Dejar de pensar en ella, dejar de recordarla…. Era necesario.
Cuando Laura recobró la conciencia lo hizo a causa de un
dolor punzante en su cabeza que la estaba martirizando. Intentó moverse. No
pudo. Estaba atada de pies y manos a una silla. Miró a su alrededor presa del
pánico. No podía gritar. Se lo impedía la mordaza que tenía en la boca. Estaba
en un sótano en penumbra. Alumbrado tan solo por una única bombilla que
arrojaba sobre ella una luz mortecina. Escuchó una voz. La reconoció. Era la de
él….
Empezó a removerse en la silla intentando que las cuerdas
con las que estaba atada se aflojaran. Pero lo único que consiguió fue que se
le clavaran más en la carne, causándole un dolor insoportable.
Lo último que recordaba es estar en el coche de Ángel, su
pareja, rumbo a la costa donde habían reservado una habitación en un hotel a
pie de playa. La idea era pasar juntos un agradable fin de semana. Unas
imágenes fugaces cruzaron por su cabeza. Ángel gritando. ¡Los frenos no funcionaban!
El coche salió de la carretera…. Luego…
El hombre se situó frente a ella. Sonreía. Ella lo miró
directamente a los ojos, desafiándolo.
- ¡Oh, mi querida Laura! ¡cuánto me alegro de verte! No
tienes muy buen aspecto, querida –soltó una sonora carcajada que logró ponerle
los pelos de punta a Laura- pero bueno, es normal dadas las circunstancias –continuó
el hombre- Te preguntarás que haces aquí. Estás en todo tu derecho de hacerlo.
Mientras hablaba caminaba en círculos alrededor de ella. Blandía
un cuchillo de grandes dimensiones, que movía de un lado a otro al tiempo que
gesticulaba.
-Tu novio está muerto, hundido en el fondo del mar dentro
del coche. Y tú estás aquí –volvió a reírse.
¡Cómo odiaba aquella risa!
-No te costó pasar página por lo que veo. Pero bueno
teniendo en cuenta que empezaste a salir conmigo por una apuesta…. que al final
ganaste, porque yo me enamoré perdidamente de ti, a pesar de tus desaires y de
no hacer más que poner trabas para no continuar algo que estaba empezando y que
podría a ver sido muy bonito.
Laura se revolvió en la silla. Desesperada. Aterrada.
Lágrimas de terror y angustia resbalaban por sus mejillas. Sabía que aquello
era el final, su final.
-Yo también ha comenzado una relación. Se llama Sara. Es
muy guapa, casi tanto como tú. Y por eso tengo que cerrar el capítulo de mi
vida donde apareces tú y comenzar a escribir otro donde sólo aparezca ella. Si
te sirve de consuelo vivirás en mí y en ella, para siempre. Serás la invitada
especial en la cena.
Hizo una pequeña pausa. La sujetó por los hombres. Se
inclinó ligeramente. Acercó sus labios a su oído y le susurró:
-Quizá el amor que me quede por dar son los restos que tú
me dejaste.
El sábado de noche cuando Sara acudió a la cita, se encontró con una mesa preparada con exquisitez. No faltaba
detalle. Cubiertos de plata, velas, rosas rojas (sus preferidas). El mejor
vino, música de fondo. Una luz tenue… la mejor compañía…
Y el plato principal estofado de carne en vino tinto de Borgoña, ajo, cebolla, hierbas y setas, cocinado a fuego lento durante horas.
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