miércoles, 30 de noviembre de 2022

LA REINA CATALINA

 

La maldad de la reina Catalina no era un secreto para nadie. Su obsesión por mantenerse joven, por no envejecer jamás, era conocido más allá de los muros de palacio llegando incluso a traspasar fronteras. Pero aquella obsesión conllevaba unos actos tan viles y atroces que ponían entre dicho su cordura.

Era vanidosa, egocéntrica, autoritaria, malvada. Vivía por y para ella. Su reino se desmoronaba a pasos agigantados.

Sus doncellas más allegadas duraban a su lado lo que dura un suspiro. Temerosa de que se supiera su secreto, eran aniquiladas por su propia mano y reemplazadas por unas nuevas. Siempre escogía a niñas. Las degollaba. Inhalaba sus últimos alientos. Y luego se bañaba en su sangre.   

Un día apareció un pintor en palacio. Le propuso hacerle un retrato, alegando que el mundo tenía derecho a deleitarse con su enorme belleza y recordarla siempre.

Extasiada ante tales halagos la reina aceptó.

El pintor, un hombre bien parecido, adulador, de palabra fácil, no tuvo problemas en robarle el corazón a la soberana y ésta, más pronto que tarde, quedó rendida ante sus encantos.

Lo que no sabía ella era que aquel hombre, del que se había enamorado perdidamente, no era otro que un poderoso brujo venido de tierras muy lejanas, llamado por los súbditos de la soberana para que pusiera fin a sus malvados actos.

La reina, cuya confianza en el pintor estaba por encima de cualquier lógica razonable no se percató, o no quería hacerlo, de que a medida que aquel hombre plasmaba su imagen en el lienzo ella perdía vitalidad y su salud se deterioraba a pasos agigantados.

Una vez terminado el retrato su alma abandonó su cuerpo quedando encerrada para siempre entre los colores de aquel lienzo. El pintor desapareció misteriosamente. En su lugar un cuervo se dejaba ver por todo el palacio. Todo intento de echarlo fue en vano.

Libres de la malvada reina, escondieron su retrato en los sótanos de palacio donde quedó olvidado durante siglos.

 

Luis, había heredado el palacio que había pertenecido a su familia desde hacía varios siglos. Allí había vivido su bisabuela, la reina Catalina. Sin embargo, cuando preguntaba por ella todos eludían sus preguntas.

Recorrió el palacio sin encontrar ningún indicio de que hubiera existido. Hasta que encontró en el sótano en medio de trastos viejos y cubierto por una enorme capa de polvo un retrato suyo. Lo miró embelesado ante tanta belleza. Su antepasada había sido la mujer más guapa que jamás había visto.

Lo llevó al salón y tras limpiarlo, lo colgó sobre la chimenea.  El sitio perfecto para que todo el que lo visitara pudiera contemplar semejante belleza.

Una semana después llegaron su mujer y su hija. Ambas adularon la belleza de aquella mujer y a ninguna le molestó que su retrato estuviera allí colgado.

Una noche en que, Sara, la esposa de Luis, no podía dormir, bajó a la cocina a prepararse un vaso de leche caliente. Pasó por el salón donde estaba la gran chimenea y el retrato de la reina Catalina. Algo le llamó la atención. Había algo diferente en el retrato. Había un hueco que correspondía al lugar donde tenía que estar la mujer. Catalina no estaba en el cuadro.

Un grito desgarrador la sacó de su desconcierto. Dicho grito provenía del piso de arriba. Dicho grito era el de su hija Alba.

Subió corriendo las escaleras hasta llegar a la habitación de su pequeña.

Sobre ella había una mujer vestida con ropajes antiguos. Un largo vestido negro muy entallado y una cabellera rubia caía sobre su espalda en largos tirabuzones. La mujer al escuchar abrirse la puerta giró la cabeza en aquella dirección.

Sara la reconoció. Era, sin duda alguna, la reina Catalina.

Había puesto un cuchillo sobre la garganta de su hija. Le había hecho un profundo corte del que manaba la sangre a borbotones.

Sara se abalanzó sobre ella gritando desesperadamente.

Cuando su marido llegó, la encontró sobre el cuerpo sin vida de su hija llorando desconsoladamente y había algo más. Un cuervo posado en la cabecera de su cama.

Abajo, en el salón, el retrato escupió los pecados. La reina Catalina esbozaba una amplia sonrisa. Su boca estaba cubierta de sangre.

 

 

 

 

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