ORACIÓN DE MUERTE
Convento de María Auxiliadora, año 1856
- ¡Santa Muerte, te suplico que escuches mis plegarias!
El dolor que me embarga que me corroe las entrañas y se ha llevado mis ganas de
vivir, es más fuerte cada día que pasa. Mi cuerpo ya no necesita alimentarse,
ha de romper las cadenas que lo tienen anclado a la vida, mi alma quiere ser
libre, volar eternamente hacia las estrellas donde, con seguridad, encontrará
la paz tan ansiada junto a mi amado… Santa muerte, ten piedad de mí. Espero con
ansia tu llegada. Mi vida en la tierra ya no tiene sentido. ¡Santa Muerte ven a
por mí… te lo suplico!
Una joven arrodillada frente a un humilde camastro rezaba
con fervor. Estaba desnuda. Su cuerpo mostraba una extrema delgadez. En el suelo descansaba una túnica talar de
lana, el hábito que llevaban las monjas de ese convento.
Golpeaba su espalda con punzantes espinas. Una y otra
vez. Sin dejar de rezar. Esperando que la ansiada muerte fuera a buscarla.
A causa del dolor aquella muchacha perdió la conciencia.
La muerte había escuchado sus plegarias. La observaba
desde un rincón de su pequeña y húmeda celda, oculta entre las sombras.
Se acercó a ella. La contempló de cerca. Yacía boca abajo
sobre el frio suelo empedrado. Tenía la espalda ensangrentada, la piel hecha
jirones. Su respiración entrecortada denotaba que la vida se le escapaba a cada
aliento que exhalaba.
Conocía la historia de esa joven. Encerrada en aquel
lugar por petición de su padre. La depresión que sufría aquella muchacha fue
tomada por una enfermedad mental. La causa de aquel mal que la embargaba era la
falta de noticias de su amado tras varios años de espera. Había partido a
luchar en una guerra en nombre del Rey. Nunca había regresado ni se sabía nada
de él.
Pero la muerte sabía lo que le había pasado al joven
amado. Ella lo había ido a buscar cuando las heridas que presentaba presagiaban
el final de su vida.
La muerte cogió a la joven entre sus brazos. Despacio,
como quien recoge a un pajarillo herido. La miró con ternura mientras besaba su
rostro cubierto de lágrimas. Ella abrió
los ojos. No vio a la muerte frente a ella.
Vio a su amado. Sonrió. Él había venido a buscarla.
“Aún en una resignada carencia, aguardaba su peregrina
huella”
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