miércoles, 2 de noviembre de 2022

LA CORTINA CARMESÍ

 

Pablo, un joven alto y desgarbado de 17 años, era el sobrino de Víctor Damon, un afamado pintor de retratos muy reclamado en la alta sociedad francesa. El muchacho se había metido en algunos líos y sus padres esperando un milagro por parte del pintor lo mandaron a pasar un verano con él. El hombre vivía en una enorme mansión a las afueras de París.

A su llegada a la estación se subió al coche que lo estaba esperando y que lo llevaría al que sería su nuevo hogar en los siguientes tres meses.

Al ver la mansión se quedó estupefacto ante la inmensidad y la majestuosidad que desprendía aquellos muros de piedra de siglos de antigüedad. Todo estaba limpio y bien cuidado, eso incluía el gran jardín que la rodeaba. Se respiraba una gran paz y tranquilidad de la que no estaba acostumbrado.  El venía de vivir en un piso ubicado en el centro de Madrid. Al fondo vio algo que le alegró un poco aquel día de cambios, un embarcadero. Había una pequeña lancha pintada de rojo atada a un gran poste de madera.

El chófer ya había bajado las maletas y le pidió, amablemente, que lo siguiera al interior de la casa.

Por dentro era más impresionante todavía. Los muebles parecían sacados de una tienda de antigüedades. Enormes lámparas colgaban del techo. Y numerosos cuadros vestían las paredes. En ellos se veía siempre retratada a la misma mujer. Una joven pelirroja con la cara muy blanca y cubierta de pecas. Poseía una belleza deslumbrante y una gran sonrisa. Desbordaba felicidad y alegría. No conocía aquella mujer. Sabía que había estado casado e incluso había tenido una hija. También conocía el trágico destino que les había deparado. Habían encontrado la muerte en un accidente de coche. Éste se había caído por un precipicio. Nunca encontraron los cuerpos.

Unas enormes escaleras de madera en forma de caracol ascendían hacia el piso de arriba. Pablo siguió al hombre. Abrió una de las muchas puertas que había a lo largo del pasillo y lo hizo pasar. Era su habitación. Le informó que su tío lo vería a la hora de la cena, mientras tanto podía darse una vuelta por la casa y los jardines.

Así lo hizo hasta que de un viejo reloj sonaron nueve campanadas que retumbaron por toda la casa. Pasó a un gran comedor donde su tío lo esperaba sentado a la cabecera de una mesa.

Lo recordaba más joven. Hacía unos cinco años que no lo veía. Solía visitar a su hermana, su madre, dos o tres veces al año, hasta que un día dejó de hacerlo. El día que murieron su mujer y su hija. El día que compró aquella mansión.

Su tío seguía siendo el hombre hablador que recordaba. Parecía muy contento de tenerlo allí. Pablo le habló de sus padres, de sus estudios y de sus expectativas de futuro.

Él le sugirió que podía ayudarle en su estudio. Limpiaría los pinceles, iría a la ciudad a comprar el material que necesitaba y cosas así. El joven aceptó de buena gana.

A la mañana siguiente se presentó en el estudio de su tío. Estaba en la última planta, a la cual se accedía por las mismas escaleras que las que daban a la primera, donde estaban los dormitorios. Pero había algo inusual. Una puerta roja al final de las escaleras. La empujó y está se abrió lentamente emitiendo quejumbroso gemido.

Se quedó perplejo cuando entró. La última planta estaba libre de tabiques. Era diáfana. La luz entraba a raudales por los ventanales.

Estaban llena de cuadros, casi todos tapados con sábanas blancas, excepto uno de ellos que era en el que estaba trabajando su tío.

Su tío dejó el pincel y se acercó a él. Le enseñó el lugar mientras le daba instrucciones de lo que tenía que hacer. Cuando llegaron al fondo Pablo vio que había una parte oculta tras una cortina carmesí. Al ver el interés que aquello suscitó en su sobrino el pintor se apresuró a decirle que nunca, bajo ningún concepto corriera aquella cortina.

El joven asintió con la cabeza. Al tiempo que miraba fijamente a los ojos de su tío. Unos ojos negros y penetrantes que parecían atravesarle el cuerpo de parte a parte. Su mirada le asustó y tartamudeando logró decirle que no lo haría. El pintor le respondió que sí lo hacía le infringiría un gran castigo. El joven al escuchar aquello y viendo donde estaba se imaginó que en el sótano de aquella vieja casa tendría un buen surtido de aparatos de tortura.

Los días fueron pasando en total tranquilidad. Le gustaba ayudar a su tío e incluso comenzó a hacer pequeños bocetos. Su tío al ver el interés del muchacho comenzó a enseñarle algunas técnicas de dibujo.

Una noche escuchó ruidos en el exterior. La risa de unas mujeres rompía el silencio nocturno. Se asomó a la ventana. Habían llegado en el mismo coche que lo había traído de la estación varios días atrás. El chófer las estaba llevando hacia la casa.

A la mañana siguiente subió al estudio de su tío como siempre. No había rastro alguno de las muchachas.

Su tío había comenzado un cuadro nuevo. En él se veían a dos jóvenes, una con el cabello muy rubio, casi blanco y otra con el cabello negro como el azabache. Sonreían. Una imagen acudió a su mente, como un flash. La chica rubia era idéntica a la que había visto la noche anterior bajar del coche. Lo sabía porque ella había mirado hacia su ventana y bajo la luz de las farolas la había visto perfectamente.

Un escalofrío le recorrió el cuerpo, a pesar de la temperatura en aquel lugar rondaba los 30 grados. Las ventanas estaban abiertas. Una ligera brisa movía ligeramente la cortina carmesí del fondo. Le pareció ver un pie asomando. Aquello no era posible. Allí, según le había dicho su tío, había retratos terminados. Encargos por entregar.

Esa noche la cena se realizó en total silencio. Su tío no estaba muy hablador. Quizá preocupado por su nuevo cuadro o cualquier otra cosa que le rondara por la cabeza. El muchacho respetó aquel silencio. Al terminar se fue a dormir. Su tío hizo lo propio y se fue a su cuarto que quedaba a dos puertas del suyo.

A medianoche escuchó unos ruidos en el piso de arriba. Se despertó asustado. Salió al pasillo. Allí se oían con más intensidad. Le extrañaba que su tío no se diera cuenta. Tocó en la puerta de su habitación y entró. El hombre estaba completamente dormido. Sus ronquidos lo delataban, así como, una botella de whisky vacía sobre su mesilla de noche.

A parte de él y su tío nadie más vivía en la casa. El personal acudía a primera hora de la mañana y se iban al oscurecer.

Subió despacio las escaleras. La puerta de acceso al estudio estaba abierta de par en par. Buscó el interruptor de la luz. Cuando las lámparas se encendieron, entró.

El ruido venía del fondo. El ruido procedía de detrás de la cortina carmesí.

Éstas se movían descontroladas como si una fuerte brisa las impulsara. Pero las ventanas estaban cerradas.

- ¿Quién anda ahí? –preguntó intentando que su voz no delatara el miedo que le embargaba.

Nadie respondió. Se hizo el silencio.

Siguió caminando en aquella dirección. Alzó la mano para correr la cortina, aun sabiendo que lo tenía prohibido.

Su mano quedó suspendida en el aire cuando escuchó unas risas. Una de ellas era la de una niña.

Retrocedió. Estaba aterrado.

Las diabólicas rascaron la cortina carmesí.

En pocos segundos quedó hecha jirones.

Entonces lo vio.

Dos muchachas tumbadas en una gran cama. Tenían puestas unas vías en sus brazos delas cuales salían unos tubos llenos de sangre. Dicha sangre iba hasta unos grandes cubos de los cuales una mujer y una niña pequeña, ambas pelirrojas, bebían con un ansia desmesurada.

 

 

 

 

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