El cónclave ha comenzado. Los aspirantes a ser el nuevo
pontífice residen en la Casa de Santa Marta, una residencia en el propio
Vaticano, manteniendo la prohibición de cualquier contacto con el mundo
exterior.
Son recluidos en un recinto cerrado, no se les permiten
habitaciones individuales ni sirvientes. La comida se les sirve por un
ventanuco.
El séptimo día cuando se acercaron a llevarles la ración y
nadie se acercó al ventanuco, ni tampoco escucharon voces, ni movimiento alguno
dentro de estancia, fue entonces cuando comenzaron a sospechar que algo pasaba.
Tras pedir los permisos pertinentes abrieron la puerta.
Boquiabiertos, estupefactos y muertos de miedo se
quedaron al ver a aquella joven de unos veinte años, vistiendo un vestido blanco
salpicado de sangre que le llegaba hasta los pies descalzos, una larga
cabellera negra como la noche más oscura y unos ojos hipnóticos grandes y
azules que los miraba fijamente mientras esbozaba una sonrisa siniestra.
Llevaba un hacha en la mano.
Estaba parada inmóvil en medio de un gran charco de
sangre y rodeada de las cabezas de los aspirantes papales.
Dos hombres de seguridad irrumpieron en el recinto.
Comenzaron a dispararle hasta que no quedó ninguna bala en sus pistolas.
La joven cayó al suelo.
Escucharon unos gemidos. Había un hombre vivo. El
favorito para el puesto.
En ese momento la puerta se cerró con gran estrépito tras
ellos. Las cortinas se corrieron y las luces se apagaron. Se hizo la oscuridad
total.
Comenzaron a gritar asustados. Entonces…
La temperatura comenzó a subir. Los hombres comenzaron a
sudar copiosamente.
La joven que finge morir para seguir matando se levantó
bajo la mirada atónita de los presentes.
Surgió una llamarada de la nada y de ella apareció un
ente, un demonio, que todos reconocieron de inmediato: Satán.
La joven lo miró con ternura mientras le ofrecía el
hacha.
—Te cedo el honor papá, de matar al próximo papa