Agazapado entre los arbustos cerca de la orilla del rio,
el muchacho espera pacientemente que el ciervo se acercara hasta aquellas aguas
cristalinas para saciar su sed.
El crujido de una rama lo puso en alerta. Tensó el arco y
se dispuso a disparar cuando en lugar de ver al ciervo que espera vio algo inusual,
nunca visto por aquellas inhóspitas tierras alejadas de todo y de cualquier
atisbo de civilización ubicado en medio de las montañas. Aquello que estaban
viendo sus ojos era una aberración. Un escalofrío recorrió toda su espina
dorsal. Tenía un presentimiento. Aquello no podía presagiar nada bueno.
Dejó su escondite y a la carrera se dirigió a la aldea.
Allí trató explicar lo que había visto. Los ojos de los presentes se agrandaron
y sus rostros demudaron de color ante las explicaciones. Aquello era un mal
augurio. Estaban completamente seguros de ello.
Los más ancianos le dieron nombre a aquello que el
muchacho trataba de explicar: centauro.
Así que, aquel hombre, el vigía, se convirtió en el centauro
que aterrorizó al pueblo.
Su caballo comenzó a relinchar temeroso al captar
presencia extraña. El soldado todavía no se había dado cuenta de que cientos de
ojos los observaban, pero al ver a su caballo actuar de aquella manera decidió
retroceder y avisar al batallón que se estaba acercando.
Pero no lo consiguió. Un grupo de hombres de largas melenas
y grandes barbas, llevando taparrabos por toda vestimenta, comenzaron a
dispararle flechas. Una de ellas acabó con su vida.
Con paciencia infinita, aquella tribu, esperaró la
llegada de los demás.
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