El conde yacía en su lecho de muerte. Le quedaba poco
tiempo de vida. Lo sabía. Era consciente de ello. Nunca le había temido a la
muerte. Tampoco ahora. Le temía al castigo eterno. Y sabía que era merecedor de
él.
Era odiado por todos. Incluso por su madre que había
intentado matarlo alguna que otra vez. Una al poco de nacer, y otras dos según
iba creciendo.
Nunca fue querido. Educado en los mejores colegios nunca
recibió el cariño y el amor que todo niño necesita. No tardó mucho tiempo en
repuntar en él el carácter que conservaría hasta el final de su larga vida. No
dudó en blasfemar, mentir, humillar e incluso matar a todo aquel que
considerara culpable de una manera u otra, siempre bajo su criterio. Nunca
quiso a nadie. Ni siquiera a su esposa y a su hija. Las repudiaba. Sólo
confiaba en una persona. Un hombre conocedor de todo lo que había que saber
sobre ocultismo y magia negra. Un hombre temido, pero al mismo tiempo respetado
por su poder.
El conde lo hizo llamar.
—Me muero –le dijo en un susurro.
—Lo sé –le respondió el brujo.
—Seré pasto de la «la devoradora de los muertos» y mi espíritu
perderá su inmortalidad…
El conde hizo una pausa mientras miraba fijamente a los
ojos al hechicero esperando que dijera algo.
Le agarró una mano y le suplicó:
—Tú puedes salvarme.
—Lo sé –le respondió.
Un incómodo silencio los envolvió durante unos minutos.
El hechicero se sentó en el borde de la cama dándole la
espalda al conde.
Aquel acto sería castigado con la pena de muerte a
cualquier persona que tuviera la desfachatez de hacerlo. Pero el brujo era
diferente…
El conde esperó paciente a que hablara.
Al final lo hizo.
Giró la cabeza. Llevaba un objeto en la mano. Lo miró y
le habló:
—¿Sabes qué es esto? –le preguntó.
El conde lo sabía. Era la llave para atravesar la duat. Había
visto aquella pequeña pirámide con inscripciones egipcias en las dependencias
del brujo, guardada celosamente en un cofre bañado en oro.
—La pondré en tu ataúd. Tu espíritu será inmortal.
Volverás a nacer bajo otra apariencia, en otro lugar. Has de conservarla y
llevarla siempre contigo, de esta manera sortearás con facilidad los obstáculos
que encontrarás a lo largo de tu nueva vida. Y cuando vuelvas a morir tendrás
un pase directo al paraíso.
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