Antonio García estaba sentado ante la barra, delante de
una copa vacía, ajeno al griterío de los clientes del bar ante un fuera de
juego en el partido de futbol que emitían en la televisión. Sabía que
emborracharse no solucionaría sus problemas, pero sí los haría que los olvidara
por lo menos esa noche.
Estaba alzando la mano para que el camarero le sirviera
otra cuando un tipo a su lado gritó:
—Que sean dos, por favor.
Luego se giró hacia Antonio y le dijo:
—A esta ronda invito yo.
Antonio lo miró el tiempo justo para darle las gracias
para luego seguir concentrado en mirar cómo se llenaba de nuevo su copa.
—Tengo la solución para todos tus problemas –le espetó el
hombre.
—Que sabrás tú de mis problemas –masculló Antonio.
—Más de lo que piensas –le respondió el hombre.
Antonio llevado por la curiosidad se fijó mejor en el
hombre que se había sentado a su lado sin ser invitado.
Era alto y delgado, con el pelo canoso muy corto. Vestía
totalmente de negro. Sonreía mostrando una hilera de dientes perfectos y
blancos como la nieve.
—Toma –le dijo
Antonio vio que le ofrecía un trozo de papel. Lo cogió.
Lo abrió. Dentro había varios números.
—Son los números de la lotería de mañana. Te tocará lo
suficiente para no preocuparte más por el dinero
Antonio lo volvió a mirar. Esta vez riéndose.
—Está usted loco –le dijo mientras se levantaba para
largarse a otro lugar donde pudiera beber tranquilamente.
Antes de irse estrujó el papel y se lo tiró a la cara.
Antes de atravesar la puerta escuchó la voz del hombre
que le decía:
—Pagarás caro por esto.
Estaba doblando la esquina cuando le sonó el móvil.
Le llamaban del hospital, su mujer había sufrido un
accidente de coche y estaban operándola de urgencia.
Corrió a casa para ver cómo estaba su pequeña María. La
vecina al verlo llegar lo tranquilizó diciéndome que la niña estaba con ella.
Fue hasta el hospital. Pasó allí la noche.
Al llegar a casa por la mañana, se encontró con una carta
en el buzón informándole del próximo embargo de su casa.
Por un momento se arrepintió de haber jugado aquellos números
que aquel hombre misterioso le había dado. Pero ya era tarde.
Se tumbó en el sofá. Soñó. En sus sueños una voz le
hablaba. Lo culpaba del accidente que casi le cuesta la vida a su esposa. No
había ido a buscarla a trabajar porque había decidido ahogar sus penas en
alcohol en el bar. Él era culpable. Culpable de ser un mal marido y un mal
padre. Apenas veía a su pequeña. Si no estaba trabajando estaba apostando el
dinero que ganaba. Perderían la casa por su culpa… ¡Culpable! ¡Culpable! Le repetía
la voz una y otra vez. Se despertó bañado en sudor, con el corazón a punto de
salirse del pecho.
Se levantó, fue hasta el garaje cogió una cuerda y….
Se despertó en el hospital. Había salvado su vida gracias
a que la vecina logró romper la cuerda con la que se había colgado en el cuarto
de baño.
Pasaron las semanas. Su mujer se estaba recuperando a pasos
agigantados.
Entonces un día que podría ser como cualquier otro día su
hija enfermó. Leucemia, le diagnosticaron. Pocos días después perdieron la
casa.
Entró en una espiral de depresión y locura. Escuchaba
voces en su cabeza que le culpaban de la enfermedad de su hija y de la
situación en que se encontraba su familia.
Vivían en casa de sus suegros, que día sí, día también,
lo culpaban.
Una mañana en su despacho se acercó a la ventana.
Brillaba el sol. Hacía un esplendoroso día de verano. Sin más abrió la ventana.
Se subió a la ventana y….
Salvó su vida gracias al toldo que había puesto el dueño
del restaurante y que mitigó la caída desde el tercer piso. Se fracturó una pierna
y un brazo. Fue un milagro que no hubiese muerto.
Había burlado a la muerte dos veces. Y como dicen por
ahí, no hay dos sin tres.
La tercera vez que intentó matarse lo hizo pocos días después,
en el hospital. En un descuido que había dejado un frasco de pastillas sobre la
mesa mientras atendía una llamada en su móvil se las tomó todas.
La rápida intervención de los sanitarios se salvó de esta
muerte también.
Lo llevaron al ala de psiquiatría bajo vigilancia
estricta.
Aun así, una tarde cuando se despertó de la siesta se
llevó una sorpresa al ver que tenía visita.
Había un hombre sentado en una silla al lado de su cama.
Sonreía, mientras lo miraba fijamente.
Lo reconoció. Era el hombre que lo había abordado en
aquel bar. Parecía que habían pasado siglos desde aquello….
—He de reconocer que es usted un hombre con mucha suerte –le
dijo.
Antonio lo miró sin comprender.
—Ha esquivado a la muerte tres ocasiones. ¡Enhorabuena! Queda
usted libre, mi querido amigo. He de reconocer su mérito. Me enfadé mucho
cuando rechazó mi oferta. Y no pudo menos que echarle una maldición, la cual
retiro ante los hechos. Ya no me interesa su alma, ni la de los suyos. A partir
de este momento la suerte le sonreirá, su hija sanará, recuperará su casa y
todo gracias a usted. Mi enhorabuena de nuevo, tiene usted mucha suerte.
Ni tres muertes pudieron llevarlo al infierno.
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