El juglar Enrico Rastelli estaba haciendo unos impresionantes malabares con diez bolas ante la princesa Isabel, primogénita del rey Filipo.
Se rumoreaba por el pueblo y por el palacio que la princesa estaba un poco triste y decaída desde hacía un tiempo. Enrico no dudó un segundo y se presentó en palacio para tratar de animarla.
Logró arrancarle una sonrisa, breve, pero una sonrisa al fin y al cabo.
Al terminar el número se ausentó del salón, cabizbaja y pensativa.
Enrico cogió sus cosas y se dispuso a marcharse cuando el rey se personó ante él.
Le explicó el motivo de la tristeza de su amada hija.
En pocas semanas sería desposada con un príncipe apuesto e inteligente de un país cercano, heredero del trono.
El caso es que la joven quería que acudiera a su boda un grupo de músicos famosos entre los nobles y los reyes. Pero para su desconsuelo ya habían sido contratados para otro evento similar en las mismas fechas.
Por supuesto había otros músicos pero sin el talento de aquellos e Isabel no quería a nadie más que a ellos.
Enrico estuvo unos minutos pensando en lo que el monarca le había dicho y supo que podía ayudarle. Así lo hizo saber.
El rey más animado le dijo que confiaba en su buen hacer y esperaba que solucionara aquel problema que le venía atormentando desde hacía tiempo.
Esa misma noche Enrico fue hasta las montañas y se adentra en una cueva oscura y húmeda.
Apiló algo de leña e hizo un fuego.
Nadie conocía su verdadera identidad. Todos creían que era un vulgar y simpático juglar que iba de pueblo en pueblo divirtiendo a reyes y plebeyos. Pero aquello sólo era una fachada.
El príncipe de los poetas invocó a Ovahiche, demonio patrono de los juglares que otorga el don de la rima y la improvisación.
Le expuso su problema y el demonio le dijo que podía ayudarle. Irían al día siguiente al palacio y hablarían con el rey.
Así lo hicieron. Le propusieron al monarca que reuniera a un grupo de jóvenes con cierto talento para la música.
El rey les preguntó qué querían a cambio.
El demonio le dijo que aquello lo hablarían cuando terminara su trabajo y si estaba satisfecho con el mismo. Sería algo que él pudiera darle.
Dos días después una veintena de muchachos esperaban nerviosos en el patio de palacio que alguien les dijera lo que tenían que hacer.
El demonio Ovahiche se presentó ante ellos. Era un hombre muy atractivo, alto, delgado, con el cabello rubio y largo recogido en una coleta. Su tez era morena y los ojos azules como el mar.
Les habló durante un rato y les expuso lo que iban a hacer.
Durante dos días se reunieron allí. Cada uno tocaba un instrumento.
El último día tanto el rey como la princesa y todos los que vivían en el palacio quedaron prendados de lo bien que lo hacían. Incluso mejor que el grupo que la joven quería contratar.
Celebraron una fiesta en su honor. Ovahiche se sentó en la misma mesa que los monarcas y su hija. Isabel estaba radiante de felicidad.
Bailó y bailó con aquel hombre durante casi toda la velada. No paraban de reírse y de compartir confidencias al oído.
Al terminar la fiesta el rey se acercó al demonio y le preguntó cuál era su precio.
El no dudó en responderle: tu hija.
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