Lo llamaron para una guerra que no creía. Con el petate al
hombro a punto de subir a aquel tren que lo llevaría lejos de casa, a un país lejano,
del que no sabía nada y que lo alejaría de su pueblo y de su familia, no pudo
reprimir que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Su madre, al darse
cuenta de lo que su hijo estaba sufriendo lo abrazó con ternura, mientras le
susurraba al oído un “te quiero” y “vuelve pronto a casa, Juan”. Aquello no
hizo más que incrementar, si cabe, la pena que embargaba el corazón de aquel
muchacho. Se subió al tren triste y desolado despidiéndose de ella, de su padre
y su hermana pequeña, con la mano.
Los días en los barracones se hacían eternos. Intentaban
con bromas, ahuyentar el miedo que sentían al escuchar las bombas, que cada vez
sonaban más y más cerca.
Un día un anciano de una aldea cercana entró corriendo en
el barracón. No entendía lo que decía, hablaba muy rápido en una lengua extraña
para ellos.
Llamaron a su superior que se personó inmediatamente. Lo
escuchó en silencio. Luego le respondió algo en la lengua de aquel hombre que
hizo que su semblante, antes triste y preocupado, se tornara esperanzado,
aflorando incluso, una sonrisa en su arrugada cara.
Luego les explicó a los allí presentes que aquel hombre
buscaba alguien que atendiera a su hija enferma. Llamaron al médico y en un
jeep fueron hasta la aldea. Lo acompañaban dos soldados, uno de ellos era Juan.
Entraron en una humilde casa de madera. En un viejo
colchón descansaba una muchacha. El corazón del soldado al verla, comenzó a
latir en su pecho con tal fuerza, que parecía le fuera a salir del sitio. Se
había quedado maravillado ante la belleza de la joven. Era de su edad. El
cabello negro como el azabache contrastaba con su piel blanca como la nieve y
sus ojos azules como el mar. El médico después de un rato atendiéndola le
diagnosticó apendicitis. La operaron de urgencia. El tiempo que estuvo en la
enfermería el muchacho la visitaba dos o tres veces al día, hasta que estuvo lo
suficientemente recuperada para volver a su casa. Se había formado entre ellos
un estrecho vínculo. La chispa del amor había prendido en el corazón de
aquellos dos muchachos.
Al día siguiente de la marcha de la joven, Juan entró en
combate. Aunque durante aquellos meses les habían enseñado a pelear y a
disparar el fusil, Juan estaba muy nervioso y temía que a la hora de la verdad
no pudiera apretar el gatillo. Temía morirse en aquella guerra y no volver a
ver a su familia ni a Luna, su enamorada.
Antes de irse la visitó en su casa y le pidió:
-Bésame con el atrevimiento de no saber, si es lo
correcto, bésame por primera y quizá última vez.
Durante aquel día y hasta bien entrada la noche, los disparos
no cesaron, al igual que los llantos y los terribles gritos de dolor que
proferían los soldados heridos. Juan vio morir a algunos de sus compañeros y no
entendía como él todavía seguía con vida.
Los moribundos dejaron de gritar cuando la muerte se los
llevó. El capitán les gritó a los supervivientes que volvieran al campamento.
Quedaba una docena de hombres con vida y como figuras espectrales, caminaban entre
los muertos con pasos vacilantes para no pisarlos.
Creyendo que el peligro había pasado, unos gritos
terroríficos, no muy lejos de donde estaban, los sobresaltó. La luz de la luna
era lo suficientemente intensa para dejarles ver algo que los consternó y los
embargó de un terror inimaginable.
Vieron aproximarse a ellos a unos enormes esqueletos.
Medían unos dos metros de altura y caminaban entre los muertos. Se agachaban
sobre ellos y tanto Juan como el resto de soldados que estaban con él, vieron
para su sorpresa, que éstos les chupaban la sangre a los cadáveres, después de arrancarles
la cabeza con una facilidad pasmosa, indicándoles con aquello que poseían una
fuerza descomunal. Pero aquello no era todo. Su tamaño incrementaba con la sangre
que bebían.
El capitán les hizo señas de que se tiraran en el suelo y
que fueran reptando hacia unos árboles que no distaban mucho de donde estaban.
Aquellos seres todavía no se habían dado cuenta de su presencia. Por lo menos,
de momento.
Estaba amaneciendo cuando llegaron al campamento, con la
cara desencajada por terror y el pánico que invadía sus cuerpos.
No esperaron a que cayera la noche para irse de allí.
Escondidos entre los árboles unas calaveras los vigilaban
por encima de las copas de los árboles.