Una joven había comenzado a trabajar en aquella
institución psiquiátrica hacía un par de días. Pronto congenió con otra
enfermera, unos años mayor que ella. En su primer día ya se había fijado en la
joven que estaba sentada junto a una ventana de la zona común del hospital, donde
los pacientes leían o veían la televisión. Estaba inmóvil, abrazándose a sí
misma y con la mirada perdida mirando hacia el infinito. Era como una estatua,
no se movía, casi parecía que no respiraba, sabías que lo hacía, porque abría y
cerraba los ojos de manera convulsiva.
Le preguntó a su compañera qué le pasaba a aquella
paciente. Era muy joven, una adolescente de no más de diecisiete años. La otra
enfermera la miró detenidamente, como sopesando si era merecedora de contarle
el mal que corrompía a aquella muchacha. Su semblante cambió esbozando una
triste sonrisa, y le dijo que podían ir a la cafetería y que allí se lo
contaría.
Era media tarde, no había mucho que hacer, los pacientes
estaban tranquilos y si se producía algún altercado, los de seguridad las
avisarían inmediatamente. Así que, ante sendas tazas de humeante café, su
compañera comenzó a relatarle la historia de aquella paciente.
-Lo que voy a contarte lo sabemos por boca de sus padres
y amigos. Ella lleva aquí dos años y en todo ese tiempo no dijo ni una sola
palabra. Al principio., cuando llegó, no dejaba de gritar que no la mirásemos y
sobre todo que no le sonriéramos. Si nos acercábamos a ella gritaba todavía más
se tapaba la cara con las manos mientras nos decía que por favor, no la
comiéramos.
Los padres nos dijeron que su comportamiento cambió radicalmente
de un día a otro. Una tarde llegó a casa corriendo del colegio y se encerró en
su cuarto. A la mañana siguiente no apareció en el desayuno. Sus padres la
llamaron repetidas veces sin respuesta, fueron a su habitación y se encontraron
la puerta cerrada. Ella no les quiso abrir. Ese día no fue a la escuela.
Tampoco el siguiente día, ni la siguiente semana. Lo verdaderamente preocupante
es que no salía ni para comer, ni para ir al baño. Intentaron echar la puerta abajo,
pero de alguna manera había conseguido colocar el armario delante de ella.
Vivían en una casa de dos plantas. Desde fuera vieron que
había bajado las persianas. Permanecía a oscuras en su habitación. Llamaron a
la policía y le explicaron lo que les pasaba. La niña ya llevaba tres días
encerrada sin salir. Éstos llamaron a los bomberos que consiguieron abrir la
puerta de su habitación. No opuso resistencia, estaba blanca como la cera y con
la mirada perdida. En el hospital comprobaron su estado físico, salvo
deshidratación y falta de alimentos gozaba de buena salud, así que la
remitieron al pabellón de psiquiatría. La sedaron y la alimentaron por vena.
Pero una tarde la joven se despertó e intentó escapar del hospital. Lo habría
conseguido sino fuera por los aterradores gritos que profería en el aparcamiento
exterior del hospital. Cuando la agarraron ella les suplicaba que la soltaran,
que no había hecho nada, que era la gente que la miraba y le sonreía de manera
siniestra mostrándoles unos dientes afilados La querían devorar viva. Era tal
el pánico que sentía, por aquellas alucinaciones tan reales que tenía, que le
llevaban a perder el conocimiento.
Llegó la cosa a tal punto, que los padres se pusieron en
contacto con un sacerdote y éste con el Vaticano, quienes mandaron a un experto
en posesiones para que evaluara aquel caso.
No mostraba un caso de posesión, no reaccionaba con violencia
al agua bendita ni al crucifijo y no hablaba en lenguas extrañas. A día de hoy
todavía no saben a ciencia cierta el mal que la aqueja, la mantienen sedada porque
temen que lesione a lo haga con ella misma. En fin, querida, es una pena, pero
esa joven ya no tiene sueños, ni alas, sólo silencio y soledades amargas.
Terminaron el café. La joven enfermera había quedado muy
impactada con la historia de aquella adolescente. Fue a verla. Seguía en la misma
posición. Se acercó a ella y se agachó para que su cabeza quedara a la altura
de la suya. La muchacha pareció no darse cuenta de su presencia, no se movió y
no dejó de parpadear. La enfermera le habló:
-Siento mucho todo lo que te ha pasado. Me gustaría que
fuésemos amigas.
Empezó a levantase cuando notó una presión en su mano
derecha. La joven se la agarraba con fuerza. Entonces giró la cabeza y la miró fijamente.
Su mirada era fría y calculadora. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la
enfermera.
-Mira hacia arriba –Le dijo en un susurro.
La enfermera así lo hizo y levantó la cabeza hacia el
techo.
Unos días después la adolescente abandonó el hospital
totalmente curada.
Frente a la ventana, acurrucada, abrazándose a sí misma y
con la mirada perdida estaba la joven enfermera.