Estaba anocheciendo. La ciudad había encendido sus luces.
Aquella mujer, subida en una vieja escoba, la observaba desde el lugar
privilegiado que le ofrecía uno de sus muchos poderes, en este caso el de volar
como un pájaro. En pocas horas el mundo mágico se entrelazaría con el mundo
real. Los personajes de los cuentos que algún padre le estaría leyendo a su
hijo antes de dormir, tomarían forma y todo lo inimaginable, podría hacerse
realidad. Aquella noche era especial. Por tal motivo tenías que tener cuidado
con lo que desearas, porque, para bien o para mal, se haría realidad. Un
brindis por la llegado de un amor verdadero, un nuevo trabajo, un hijo, se
cumpliría. Un pez en su pecera deseando ser un tiburón, vería cumplido su sueño.
Una flor ansiosa de ser bella más allá del invierno, lo conseguiría. Todo,
cualquier deseo por inverosímil que pareciera se haría realidad aquella noche
de luna llena.
La bruja dio una vuelta rápida por la ciudad. Las calles
estaban casi vacías. Tras las ventanas iluminadas de los edificios de
viviendas, había familias preparando la cena y niños siendo arropados
preparados para dormir. Parejas entregándose al amor. Hombres y mujeres solos,
sin más compañía que sus mascotas o sin ellas, viendo algún programa en la
televisión esperando que llegara el ansiado sueño.
Algún ladrón escondido entre las sombras para hacerse con
lo ajeno. Un asesino esperando pacientemente dentro del coche a su siguiente víctima.
Todo aquello y muchos más, estaba ocurriendo en la gran ciudad.
La bruja hizo un giro inesperado con su escoba. Faltaba
poco para las doce de la noche. La hora señalada. Se encaminó hacia “El parque
de los enamorados” un lugar idílico con la luz del sol, lleno de árboles y
flores, con senderos para ir en bicicleta, correr o simplemente pasear y
disfrutar de la naturaleza y desconectar del mundanal ruido de la urbe. Ahora
se mostraba vacío y en penumbra. Su aspecto cambiaba por completo al caer la
noche convirtiéndose en un lugar siniestro, lúgubre, ideal para llevar a cabo
las hazañas más terroríficas que la mente humana pueda urdir.
Se veían bancos de madera que había por centenares a lo largo
y ancho de aquel lugar, cubiertos por alguna que otra hoja que indicaba que el
otoño había llegado para quedarse. La mujer “aterrizó” en la zona sur del
parque. Posó su vieja escoba sobre uno de aquellos bancos y se sentó a su lado.
Su aspecto estaba lejos de dar miedo. Era joven y muy guapa. No pasaba de los
veinte años y sus ropas, aunque antiguas y pasadas de moda desde hacía mucho
tiempo, eran de colores vivos. Llevaba un vestido rojo que le llegaba a los
pies y su cabeza estaba cubierta por un sombrerito negro que le daba un aspecto
de lo más gracioso. Pronto llegarían las demás. Juntas atraparían los deseos de
la gente y los harían realidad. Ella ya tenía unos cuantos guardados deseosa de
llevarlos a cabo. No eran las brujas malas, que aparecían en las ilustraciones
de los cuentos infantiles, con el deseo de asustarlos. No. Ellas no eran de
esas. Ellas eran las buenas. Las malas se juntaban en la parte norte del
parque.
Estaba inquieta, el tiempo se le hacía eterno e intentaba
pasar el rato contemplado la inmensa y majestuosa luna llena. Entonces escuchó
un llanto a sus espaldas. Un llanto que cualquier mortal nunca oiría porque
nuestro sentido auditivo no estaba ni por asomo, tan desarrollado como el de
aquella bruja. Sonaba junto al árbol que había a sus espaldas. Se levantó y fue
hasta allí. Vio una diminuta araña suspendida en su tela. Ella era la que
sollozaba. La mujer se agachó para colocarse a su altura y le preguntó qué le
pasaba. La araña sorprendida de que alguien la escuchara se asustó. Pero vio
algo en los ojos de aquella joven que hizo que su temor desapareciera
completamente.
-Me gustaría ser grande y provocar miedo en todos los que
me vieran –le dijo.
La bruja le iba a responder cuando escuchó risas a su
espalda. Sus hermanas habían llegado.
Eran tres, a cada cual más hermosa. Cada una de ellas
representaba una estación del año. Sólo se reunían una vez al año y ese era el
gran día. Después de los besos y abrazos que conllevan a la alegría de volver a
reunirse todas, la joven bruja vestida de rojo, que representaba el otoño, les
habló de la araña y de su petición.
La decisión fue unánime. Harían realidad su sueño y
viviría con ellas eternamente, siendo la mascota de cada una, según la época
del año.
Las cuatro fueron hacia ella para darle la gran noticia. La
pequeña araña se mostró muy contenta ante la notica. La convirtieron en una
gran araña, peluda y asquerosa, como era su deseo. Pero, había algo en su
mirada que no les pasó desapercibida. Aquella no era una araña normal.
Ante ellas se transformó en una bestia horripilante, con
garras y grandes colmillos. Donde tendrían que estar sus ojos había unas
cuencas vacías y oscuras como el averno. Las jóvenes brujas se quedaron
petrificadas a causa del miedo que las embargaba. Entonces se escuchó la voz de
un niño pequeño, retumbando en el parque vacío:
-Quiero que se desaparezcan todos los monstruos del mundo.
Estaba arrodillado junto a su cama. Tenía las manos
entrelazadas. Rezaba a cualquier dios, entidad o lo que fuera que lo estuviera
escuchando para que cumpliera su deseo.
Entonces sucedió. En medio de unos gritos aterradores,
aquel demonio comenzó a arder. En cuestión de minutos, en el suelo donde se
había revolcado presa de un terror inenarrable, vieron cenizas.