lunes, 29 de noviembre de 2021

Adónde tu piel me lleve.... (letras oscuras)

 

Nada tiene sentido si no tengo tus caricias, tus besos.

Nada tiene sentido….

Mi vida se apaga, poco a poco, si no puedo sentir el contacto de tu cuerpo junto al mío.

Nada tiene sentido….

Entre mis brazos, expiras tu último aliento.

¡Oh, mi amor no te vayas! ¡No me abandones! ¡No me dejes a merced de la soledad y el dolor que embargan mi corazón!

Te miro y sé que mi vida termina aquí y ahora, porque…

Nada tiene sentido….

 Adónde tu piel me lleve ahí pienso anidar, una noche o una eternidad.

Sin ti, ya nada importa. El destino, en forma de daga, nos unirá para siempre.

 

Adónde tu piel me lleve....

 

Adónde tu piel me lleve ahí pienso anidar, una noche o una eternidad

sin importar el destino

sin importar el tiempo

sin importar el final

porque cuando me acaricias, mi alma encuentra la paz

porque cuando me acaricias, mi corazón late desbocado

porque cuando me acaricias, mi cuerpo vibra al compás de las olas

porque cuando me acaricias, puedo tocar el cielo

porque cuando me acaricias, mi amor, cuando me acaricias, mi cuerpo y el tuyo se funden en un abrazo eterno.

viernes, 26 de noviembre de 2021

MIRA HACIA ARRIBA

 

Una joven había comenzado a trabajar en aquella institución psiquiátrica hacía un par de días. Pronto congenió con otra enfermera, unos años mayor que ella. En su primer día ya se había fijado en la joven que estaba sentada junto a una ventana de la zona común del hospital, donde los pacientes leían o veían la televisión. Estaba inmóvil, abrazándose a sí misma y con la mirada perdida mirando hacia el infinito. Era como una estatua, no se movía, casi parecía que no respiraba, sabías que lo hacía, porque abría y cerraba los ojos de manera convulsiva.

Le preguntó a su compañera qué le pasaba a aquella paciente. Era muy joven, una adolescente de no más de diecisiete años. La otra enfermera la miró detenidamente, como sopesando si era merecedora de contarle el mal que corrompía a aquella muchacha. Su semblante cambió esbozando una triste sonrisa, y le dijo que podían ir a la cafetería y que allí se lo contaría.

Era media tarde, no había mucho que hacer, los pacientes estaban tranquilos y si se producía algún altercado, los de seguridad las avisarían inmediatamente. Así que, ante sendas tazas de humeante café, su compañera comenzó a relatarle la historia de aquella paciente.

-Lo que voy a contarte lo sabemos por boca de sus padres y amigos. Ella lleva aquí dos años y en todo ese tiempo no dijo ni una sola palabra. Al principio., cuando llegó, no dejaba de gritar que no la mirásemos y sobre todo que no le sonriéramos. Si nos acercábamos a ella gritaba todavía más se tapaba la cara con las manos mientras nos decía que por favor, no la comiéramos.

Los padres nos dijeron que su comportamiento cambió radicalmente de un día a otro. Una tarde llegó a casa corriendo del colegio y se encerró en su cuarto. A la mañana siguiente no apareció en el desayuno. Sus padres la llamaron repetidas veces sin respuesta, fueron a su habitación y se encontraron la puerta cerrada. Ella no les quiso abrir. Ese día no fue a la escuela. Tampoco el siguiente día, ni la siguiente semana. Lo verdaderamente preocupante es que no salía ni para comer, ni para ir al baño. Intentaron echar la puerta abajo, pero de alguna manera había conseguido colocar el armario delante de ella.

Vivían en una casa de dos plantas. Desde fuera vieron que había bajado las persianas. Permanecía a oscuras en su habitación. Llamaron a la policía y le explicaron lo que les pasaba. La niña ya llevaba tres días encerrada sin salir. Éstos llamaron a los bomberos que consiguieron abrir la puerta de su habitación. No opuso resistencia, estaba blanca como la cera y con la mirada perdida. En el hospital comprobaron su estado físico, salvo deshidratación y falta de alimentos gozaba de buena salud, así que la remitieron al pabellón de psiquiatría. La sedaron y la alimentaron por vena. Pero una tarde la joven se despertó e intentó escapar del hospital. Lo habría conseguido sino fuera por los aterradores gritos que profería en el aparcamiento exterior del hospital. Cuando la agarraron ella les suplicaba que la soltaran, que no había hecho nada, que era la gente que la miraba y le sonreía de manera siniestra mostrándoles unos dientes afilados La querían devorar viva. Era tal el pánico que sentía, por aquellas alucinaciones tan reales que tenía, que le llevaban a perder el conocimiento.

Llegó la cosa a tal punto, que los padres se pusieron en contacto con un sacerdote y éste con el Vaticano, quienes mandaron a un experto en posesiones para que evaluara aquel caso.

No mostraba un caso de posesión, no reaccionaba con violencia al agua bendita ni al crucifijo y no hablaba en lenguas extrañas. A día de hoy todavía no saben a ciencia cierta el mal que la aqueja, la mantienen sedada porque temen que lesione a lo haga con ella misma. En fin, querida, es una pena, pero esa joven ya no tiene sueños, ni alas, sólo silencio y soledades amargas.

Terminaron el café. La joven enfermera había quedado muy impactada con la historia de aquella adolescente. Fue a verla. Seguía en la misma posición. Se acercó a ella y se agachó para que su cabeza quedara a la altura de la suya. La muchacha pareció no darse cuenta de su presencia, no se movió y no dejó de parpadear. La enfermera le habló:

-Siento mucho todo lo que te ha pasado. Me gustaría que fuésemos amigas.

Empezó a levantase cuando notó una presión en su mano derecha. La joven se la agarraba con fuerza. Entonces giró la cabeza y la miró fijamente. Su mirada era fría y calculadora. Un escalofrío recorrió el cuerpo de la enfermera.

-Mira hacia arriba –Le dijo en un susurro.

La enfermera así lo hizo y levantó la cabeza hacia el techo.

Unos días después la adolescente abandonó el hospital totalmente curada.

Frente a la ventana, acurrucada, abrazándose a sí misma y con la mirada perdida estaba la joven enfermera.

 

 

miércoles, 24 de noviembre de 2021

LA TORRE

 

Había ido a la ciudad, a primera hora de la mañana, a una entrevista de trabajo. Al mediodía, decidió no tomar la autopista y hacer el viaje de vuelta por carretera. Pero se encontró que un tramo de ésta, estaba en obras. Tomó un desvío que atravesaba el bosque. Después de varias horas dando vueltas, tuvo que reconocer que se había perdido. Una luz en el salpicadero del coche, le indicaba que apenas había gasolina. A su derecha vio una estación de servicio. Respiró aliviado. Estaba llenando el depósito, cuando un hombre salió de la tienda y se acercó a él. Su aspecto era desaliñado y sucio, sus ropas estaban llenas de manchas. Lo puso en alerta el detalle de ver que no vestía el uniforme de la empresa. Sin mediar palabra, se abalanzó sobre él dispuesto a clavarle un cuchillo que llevaba en la mano. El joven reaccionó con rapidez y le roció la cara con gasolina.  Se subió al coche. El hombre logró ponerse delante. El muchacho pisó el acelerador a fondo y lo atropelló mortalmente. Luego escapó a toda velocidad de allí, sin mirar atrás. Pero la huida terminó a un par de kilómetros, porque el coche después de hacer unos estrepitosos ruidos, se negó a seguir.

Había anochecido. Estaba en una carretera secundaria desconocida para él, rodeado de árboles y sin atisbo alguno de encontrar a alguna persona por aquellos parajes. Lo que el joven no sabía y, no lo sabría nunca, es que el hombre que había atropellado, había asesinado al empleado de la gasolinera, así como a una pareja que estaban en la tienda en el momento que había irrumpido en ella. La policía llevaba semanas buscándolo. Operaba en lugares apartados, más bien aislados y tras robar a sus víctimas las acuchillaba hasta acabar con sus vidas.

El joven caminó un trecho de la carretera alumbrando sus pasos con la linterna de su móvil, que en esos momentos sólo le servía para eso, porque no podía hacer ninguna llamada pidiendo auxilio. No había cobertura. Era una cálida noche de verano y el cielo estaba cargado de estrellas. La luz de la luna le facilitaba bastante poder distinguir lo que había a su alrededor. Entonces la vio. Había una torre cerca de donde estaba. Aceleró su paso. Al llegar a su altura vio el aspecto ruinoso que presentaba. Encontró la única puerta que daba acceso al interior. Entró. Dentro olía a excrementos y orina.  Había una mesa y una silla volcadas en el suelo y papeles esparcidos por el suelo. La puerta se cerró tras él de un golpe. Se giró y vio un espectro. Lo reconoció, era el hombre de la gasolinera. Iba a por él. El fantasma se vengó en la torre. Una fuerza descomunal lo golpeó contra la pared. Unos grilletes salieron de ella y lo sujetaron de manos y pies. Cientos de ratas aparecieron de la nada y empezaron a trepar por su cuerpo, devorándolo vivo.

lunes, 22 de noviembre de 2021

ESQUELETOS

 

Lo llamaron para una guerra que no creía. Con el petate al hombro a punto de subir a aquel tren que lo llevaría lejos de casa, a un país lejano, del que no sabía nada y que lo alejaría de su pueblo y de su familia, no pudo reprimir que unas lágrimas se deslizaran por sus mejillas. Su madre, al darse cuenta de lo que su hijo estaba sufriendo lo abrazó con ternura, mientras le susurraba al oído un “te quiero” y “vuelve pronto a casa, Juan”. Aquello no hizo más que incrementar, si cabe, la pena que embargaba el corazón de aquel muchacho. Se subió al tren triste y desolado despidiéndose de ella, de su padre y su hermana pequeña, con la mano.

Los días en los barracones se hacían eternos. Intentaban con bromas, ahuyentar el miedo que sentían al escuchar las bombas, que cada vez sonaban más y más cerca.

Un día un anciano de una aldea cercana entró corriendo en el barracón. No entendía lo que decía, hablaba muy rápido en una lengua extraña para ellos.

Llamaron a su superior que se personó inmediatamente. Lo escuchó en silencio. Luego le respondió algo en la lengua de aquel hombre que hizo que su semblante, antes triste y preocupado, se tornara esperanzado, aflorando incluso, una sonrisa en su arrugada cara.

Luego les explicó a los allí presentes que aquel hombre buscaba alguien que atendiera a su hija enferma. Llamaron al médico y en un jeep fueron hasta la aldea. Lo acompañaban dos soldados, uno de ellos era Juan.

Entraron en una humilde casa de madera. En un viejo colchón descansaba una muchacha. El corazón del soldado al verla, comenzó a latir en su pecho con tal fuerza, que parecía le fuera a salir del sitio. Se había quedado maravillado ante la belleza de la joven. Era de su edad. El cabello negro como el azabache contrastaba con su piel blanca como la nieve y sus ojos azules como el mar. El médico después de un rato atendiéndola le diagnosticó apendicitis. La operaron de urgencia. El tiempo que estuvo en la enfermería el muchacho la visitaba dos o tres veces al día, hasta que estuvo lo suficientemente recuperada para volver a su casa. Se había formado entre ellos un estrecho vínculo. La chispa del amor había prendido en el corazón de aquellos dos muchachos.

Al día siguiente de la marcha de la joven, Juan entró en combate. Aunque durante aquellos meses les habían enseñado a pelear y a disparar el fusil, Juan estaba muy nervioso y temía que a la hora de la verdad no pudiera apretar el gatillo. Temía morirse en aquella guerra y no volver a ver a su familia ni a Luna, su enamorada.

Antes de irse la visitó en su casa y le pidió:

-Bésame con el atrevimiento de no saber, si es lo correcto, bésame por primera y quizá última vez.

Durante aquel día y hasta bien entrada la noche, los disparos no cesaron, al igual que los llantos y los terribles gritos de dolor que proferían los soldados heridos. Juan vio morir a algunos de sus compañeros y no entendía como él todavía seguía con vida.

Los moribundos dejaron de gritar cuando la muerte se los llevó. El capitán les gritó a los supervivientes que volvieran al campamento. Quedaba una docena de hombres con vida y como figuras espectrales, caminaban entre los muertos con pasos vacilantes para no pisarlos.

Creyendo que el peligro había pasado, unos gritos terroríficos, no muy lejos de donde estaban, los sobresaltó. La luz de la luna era lo suficientemente intensa para dejarles ver algo que los consternó y los embargó de un terror inimaginable.

Vieron aproximarse a ellos a unos enormes esqueletos. Medían unos dos metros de altura y caminaban entre los muertos. Se agachaban sobre ellos y tanto Juan como el resto de soldados que estaban con él, vieron para su sorpresa, que éstos les chupaban la sangre a los cadáveres, después de arrancarles la cabeza con una facilidad pasmosa, indicándoles con aquello que poseían una fuerza descomunal. Pero aquello no era todo. Su tamaño incrementaba con la sangre que bebían.

El capitán les hizo señas de que se tiraran en el suelo y que fueran reptando hacia unos árboles que no distaban mucho de donde estaban. Aquellos seres todavía no se habían dado cuenta de su presencia. Por lo menos, de momento.

Estaba amaneciendo cuando llegaron al campamento, con la cara desencajada por terror y el pánico que invadía sus cuerpos.

No esperaron a que cayera la noche para irse de allí.

Escondidos entre los árboles unas calaveras los vigilaban por encima de las copas de los árboles.

 

 

 

 

 

 

EL CHARCO

 

Había un coche aparcado frente de un edificio de oficinas. Una mujer estaba sentada al volante. Miraba fijamente la entrada. Parecía esperar a alguien, una persona en concreto que, en cualquier momento cruzaría aquellas puertas de cristal que se habrían automáticamente al detectar movimiento. Hacía escasos minutos que había dejado de llover. La calle mojada mostraba charcos de agua allí donde el asfalto se había deteriorado con el paso del tiempo y por la continua circulación de coches. Mientras esperaba, sus pensamientos viajaron en el tiempo, a una fecha y un lugar concreto. A pesar del dolor que sentía en su corazón, no pudo evitar sonreír ante aquel recuerdo. Había sido amor a primera vista. Desde el minuto uno, supo que aquel hombre, apuesto, guapo y simpático era con quien quería compartir el resto de su vida. Él parecía haber sentido lo mismo porque poco tiempo después de aquel encuentro, le confesó: “cuando te conocí supe que cada sueño aun sin vivirlo, resucitó contigo”.

Su espera llegó a su fin. Vio salir a un hombre, vistiendo un abrigo negro que le cubría el traje de marca que siempre mostraba impecable, fuera cual fuese, la hora del día. La mujer se enderezó en su asiento. Era su marido. Encendió el coche, pero no las luces. Lo que se proponía hacer tenía que llevarlo a cabo sin ser vista y sin levantar sospechas. Quería que desapareciera de su vida, estaba dolida por sus muchas mentiras y por sus engaños que se iban sumando, exponencialmente, día a día. Tenía que matarlo. Y no se lo ocurrió mejor manera de hacerlo que, atropellarlo con el coche.

Aceleró para seguirlo, pero…. una mujer salió tras él. Él se dio la vuelta y le sonrió. Se miraron unos segundos y luego sus bocas se fundieron en un apasionado beso. Caminaron cogidos de la mano. Cruzaron la calle en dirección a un coche aparcado a pocos metros donde estaba la mujer vigilándolos. Había un gran charco de agua, en el medio y medio de la calzada. No lo vieron. Y si lo hicieron fue de manera casual, sin darle mayor importancia. Estaban más pendientes de llegar cuanto antes al coche, que ver por donde pisaban. Entonces sucedió lo inexplicable, lo insólito, lo absurdo. Pisaron el charco y entre gritos de angustia y terror pidiendo auxilio de manera desesperada, desaparecieron en cuestión de segundos, engullidos por aquella agua estancada.

La mujer profirió un grito desgarrador desde el coche al ver aquella macabra escena. Su primer impulso fue bajar y ayudarlos. Pero algo la sujetaba al asiento con tal fuerza, que no podía moverse, al tiempo que una voz en su cabeza le preguntó. ¿Por qué quieres ayudarle? ¿No era eso lo que querías? Aquella agua empozada había hecho su trabajo, por ella. Respiró hondo un par de segundos. Encendió las luces del coche, ya no había motivo alguno para no hacerlo, y salió de allí, bordeando aquel charco que se había comido a su marido.

viernes, 19 de noviembre de 2021

NOCHE DE LUNA LLENA

 

Estaba anocheciendo. La ciudad había encendido sus luces. Aquella mujer, subida en una vieja escoba, la observaba desde el lugar privilegiado que le ofrecía uno de sus muchos poderes, en este caso el de volar como un pájaro. En pocas horas el mundo mágico se entrelazaría con el mundo real. Los personajes de los cuentos que algún padre le estaría leyendo a su hijo antes de dormir, tomarían forma y todo lo inimaginable, podría hacerse realidad. Aquella noche era especial. Por tal motivo tenías que tener cuidado con lo que desearas, porque, para bien o para mal, se haría realidad. Un brindis por la llegado de un amor verdadero, un nuevo trabajo, un hijo, se cumpliría. Un pez en su pecera deseando ser un tiburón, vería cumplido su sueño. Una flor ansiosa de ser bella más allá del invierno, lo conseguiría. Todo, cualquier deseo por inverosímil que pareciera se haría realidad aquella noche de luna llena.

La bruja dio una vuelta rápida por la ciudad. Las calles estaban casi vacías. Tras las ventanas iluminadas de los edificios de viviendas, había familias preparando la cena y niños siendo arropados preparados para dormir. Parejas entregándose al amor. Hombres y mujeres solos, sin más compañía que sus mascotas o sin ellas, viendo algún programa en la televisión esperando que llegara el ansiado sueño.

Algún ladrón escondido entre las sombras para hacerse con lo ajeno. Un asesino esperando pacientemente dentro del coche a su siguiente víctima. Todo aquello y muchos más, estaba ocurriendo en la gran ciudad.

La bruja hizo un giro inesperado con su escoba. Faltaba poco para las doce de la noche. La hora señalada. Se encaminó hacia “El parque de los enamorados” un lugar idílico con la luz del sol, lleno de árboles y flores, con senderos para ir en bicicleta, correr o simplemente pasear y disfrutar de la naturaleza y desconectar del mundanal ruido de la urbe. Ahora se mostraba vacío y en penumbra. Su aspecto cambiaba por completo al caer la noche convirtiéndose en un lugar siniestro, lúgubre, ideal para llevar a cabo las hazañas más terroríficas que la mente humana pueda urdir.

Se veían bancos de madera que había por centenares a lo largo y ancho de aquel lugar, cubiertos por alguna que otra hoja que indicaba que el otoño había llegado para quedarse. La mujer “aterrizó” en la zona sur del parque. Posó su vieja escoba sobre uno de aquellos bancos y se sentó a su lado. Su aspecto estaba lejos de dar miedo. Era joven y muy guapa. No pasaba de los veinte años y sus ropas, aunque antiguas y pasadas de moda desde hacía mucho tiempo, eran de colores vivos. Llevaba un vestido rojo que le llegaba a los pies y su cabeza estaba cubierta por un sombrerito negro que le daba un aspecto de lo más gracioso. Pronto llegarían las demás. Juntas atraparían los deseos de la gente y los harían realidad. Ella ya tenía unos cuantos guardados deseosa de llevarlos a cabo. No eran las brujas malas, que aparecían en las ilustraciones de los cuentos infantiles, con el deseo de asustarlos. No. Ellas no eran de esas. Ellas eran las buenas. Las malas se juntaban en la parte norte del parque.

Estaba inquieta, el tiempo se le hacía eterno e intentaba pasar el rato contemplado la inmensa y majestuosa luna llena. Entonces escuchó un llanto a sus espaldas. Un llanto que cualquier mortal nunca oiría porque nuestro sentido auditivo no estaba ni por asomo, tan desarrollado como el de aquella bruja. Sonaba junto al árbol que había a sus espaldas. Se levantó y fue hasta allí. Vio una diminuta araña suspendida en su tela. Ella era la que sollozaba. La mujer se agachó para colocarse a su altura y le preguntó qué le pasaba. La araña sorprendida de que alguien la escuchara se asustó. Pero vio algo en los ojos de aquella joven que hizo que su temor desapareciera completamente.

-Me gustaría ser grande y provocar miedo en todos los que me vieran –le dijo.

La bruja le iba a responder cuando escuchó risas a su espalda. Sus hermanas habían llegado.

Eran tres, a cada cual más hermosa. Cada una de ellas representaba una estación del año. Sólo se reunían una vez al año y ese era el gran día. Después de los besos y abrazos que conllevan a la alegría de volver a reunirse todas, la joven bruja vestida de rojo, que representaba el otoño, les habló de la araña y de su petición.

La decisión fue unánime. Harían realidad su sueño y viviría con ellas eternamente, siendo la mascota de cada una, según la época del año.

Las cuatro fueron hacia ella para darle la gran noticia. La pequeña araña se mostró muy contenta ante la notica. La convirtieron en una gran araña, peluda y asquerosa, como era su deseo. Pero, había algo en su mirada que no les pasó desapercibida. Aquella no era una araña normal.

Ante ellas se transformó en una bestia horripilante, con garras y grandes colmillos. Donde tendrían que estar sus ojos había unas cuencas vacías y oscuras como el averno. Las jóvenes brujas se quedaron petrificadas a causa del miedo que las embargaba. Entonces se escuchó la voz de un niño pequeño, retumbando en el parque vacío:

-Quiero que se desaparezcan todos los monstruos del mundo.

Estaba arrodillado junto a su cama. Tenía las manos entrelazadas. Rezaba a cualquier dios, entidad o lo que fuera que lo estuviera escuchando para que cumpliera su deseo.

Entonces sucedió. En medio de unos gritos aterradores, aquel demonio comenzó a arder. En cuestión de minutos, en el suelo donde se había revolcado presa de un terror inenarrable, vieron cenizas.

 

 

 

REBELIÓN

  Era una agradable noche de primavera, el duende Nils, más conocido como el Susurrador de Animales, estaba sentado sobre una gran piedra ob...