—Soy el agente Harris –le dijo un joven, alto, delgado,
con un corte de pelo caro al igual que su traje y las gafas de sol que le
cubrían los ojos, mientras le mostraba al dueño de la gasolinera sus
credenciales –me gustaría que indicara como llegar al Río Verde.
El hombre vestido con un mono naranja cubierto, casi en
su totalidad, de manchas de aceite lo miró detenidamente de arriba abajo
sopesando durante unos minutos si darle o no la información.
—¿No vendrá por los chicos desaparecidos? –le preguntó al
fin.
—Es confidencial –le respondió el hombre del gobierno.
—Ya, ya –musitó- Hace ya cinco años que se cerró el caso.
¿Acaso han encontrado alguna pista nueva que seguir?
—Yo solo le puedo decir que vengo a tomar una muestra de
agua del río, nada más –le respondió el joven.
Tras darle las indicaciones necesarias para llegar a su destino,
el agente Harris emprendió el camino. Pero antes de poner el coche en marcha,
el dueño de la gasolinera, le aconsejó que no se internara en el valle sobre
todo cuando faltaban pocas horas para el anochecer, que esperara al día
siguiente. E incluso le indicó un lugar donde pasar la noche no muy lejos de
allí.
—La oscuridad confunde nuestra mente –sentenció.
Haciendo caso omiso de las sugerencias del hombre, Harris
tomó el desvío que le llevaría hasta el Río Verde. Para llegar a él tenía que
atravesar aquel valle que todos decían que era un lugar maldito, sobre todo
tras la desaparición de aquellos dos muchachos. Él no creía en supersticiones
baratas, fruto de alguna mente enfermiza que lo único que buscaba era
regodearse del miedo de los demás.
Al entrar en el valle de lo primero que se percató fue
del silencio total que embargaba aquel lugar. Estaba entrenado para estar
alerta en todo momento y captar cualquier movimiento o situación inusual allá
donde fuera. Tras unos cinco o seis kilómetros recorridos vislumbró el rio.
Respiró hondo. Sería rápido. Tomaría una muestra y se marcharía de allí.
Reconocía que aquel lugar, maldito o no, le ponía los pelos de punta. Desde que
se había internado en el valle, la oscuridad se había cernido sobre él. La
altura y la frondosidad de aquellos árboles inusualmente altos, según su
criterio, apenas dejaban pasar los rayos de sol. Las ramas comenzaron a moverse
con fuerza a su paso a pesar de que no había viento, como si tuvieran vida
propia.
Pisó el acelerador. Pero parecía que a pesar de que iba a
gran velocidad el coche no se movía y la distancia al rio era siempre la misma.
Decidió parar el coche, pensar en su situación y buscar una solución.
La puerta de atrás de su coche y la del copiloto se
abrieron. Dos muchachos entraron. Estaban muy delgados, sucios y demacrados.
Eran los muchachos desaparecidos. Había visto muchas fotos de ellos.
—Nunca saldremos de aquí –le dijo uno de ellos- estamos
perdidos en el valle del terror.