Habitación 232. Una enfermera situada en el umbral de la
puerta observaba a los dos pacientes que estaban
en ella. Su cara reflejaba pena y resignación a partes iguales.
Le preocupaba la joven, tumbada en la camilla que estaba
más cerca de la puerta. Se debatía entre la vida y la muerte. Estaba enchufada
a una máquina que la mantenía con vida. Un joven había permanecido a su lado
desde que había llegado al hospital, tres días atrás. Se había quedado dormido
con la cabeza apoyada sobre la cama agarrando la mano de la muchacha.
En el otro lado de la habitación, separados tan solo por
una cortina blanca, un hombre mayor dormía plácidamente.
Se disponía a entrar en la habitación, cuando sintió un
escalofrío recorriendo su espalda. Se detuvo. La temperatura había bajado
considerablemente. Sabía lo que significaba aquello: la muerte estaba cerca.
-Hola Gladys –le saludó cordialmente una figura embozada
en una túnica negra que apenas dejaba ver su rostro mientras se acercaba a ella.
-Hola –le respondió la enfermera- me imagino que no estás
aquí por casualidad.
La entidad soltó una carcajada.
-Mi querida enfermera, parece mentira que a estas alturas
no sepas que yo no hago nada por casualidad
Ella esbozó una triste sonrisa. Intenta hablar, pero la
muerte se adelanta y le toma la palabra
- ¿Cuánto tiempo hace que nos conocemos?
Ella sabía de sobra la respuesta.
-Más de diez años -le respondió Gladys- Me da pena que
ella…. Ya sabes…
La muerte hizo un ademán rápido con su huesuda mano, en
señal de que ya sabía a lo que se refería.
-Lo sé. Pero ya sabes que la vida es un regalo y que yo
apareceré cuando menos se espera.
-No es justo –le espetó ella, en un tono que distaba mucho
de ser cordial.
-Lo sé, querida.
-Parece que no te importa –le reprochó la enfermera.
-Importe, o no, tengo que hacer mi trabajo –le dijo un
poco enfadada la muerte por el atrevimiento de Gladys en juzgarla- así que es
mejor que te apartes.
- ¿Sino que? –le desafió ella mirándole fijamente a la
cara. Una calavera carente de ojos y de cualquier
señal de vida.
La muerte lanzó una sonora carcajada que retumbó en todo
el pasillo del hospital que a esas horas de la noche estaba desierto. Tenía
agallas aquella mujer, pensó.
La enfermera se aportó.
La muerte no se movió.
Se escuchó un estruendo a lo lejos. La enfermera no había
dejado de mirar los dos agujeros negros de aquella cara huesuda en ningún
momento. Y atisbó un cambió en la cadavérica cara de aquel ser.
El suelo se tambaleó.
Algo había pasado. Algo no estaba bien. Una bomba había
estallado.
—Sonreíste al estallar la bomba –le dijo Gladys- ¿por
qué? ¿acaso sabías que iba a pasar?
La muerte sin dejar de sonreír le dijo:
—No estoy aquí por ella, ni por él – le respondió mientras
señalaba a las dos personas acostadas en sendas camas de la segunda planta del
hospital de Colmenado. –Estoy aquí por todos vosotros.