Clarisa no estaba muy contenta con la llegada de aquel
bebé a casa. Decían que era su hermano. Ella no lo había pedido. Así que no
tenía por qué gustarle. Y menos ahora que había empezado a gatear y la perseguí
por todas partes, quitándole su espacio y sus cosas. Lo odiaba desde el primer
momento que supo de su existencia y con el paso del tiempo fue incrementando a medida
que el bebé iba creciendo. Deseaba su muerte. Deseaba que desapareciera de una
vez por todas. Su madre y su padre siempre estaban pendientes de él. Ya no le
prestaban la misma atención. Ya no había miércoles de palomitas y película, ni
iban al campo los fines de semana. Todo había cambiado con su llegada.
Era domingo. Día de ir a la iglesia. Su madre le pidió
que vigilara al niño mientras se duchaba. Éste estaba en su cuna. Se había
quedado dormido. Ella lo contempló. Sus ojos desprendían odio, rabia, ira.
Cogió una almohada de la cama de sus padres. Lo colocó sobre la cara del niño
lentamente.
—No creo que lo vayas a hacer –escuchó una voz tras ella.
Se giró y vio a un anciano vestido completamente de
negro. Tenía el pelo completamente blanco y llevaba un bastón. Le seguía
sorprendiendo su mirada, sus ojos, rojos como la sangre, rojos como su vestido.
No se asustó. Había realizado un rito, que había sacado
de internet, hacía unos meses, en el cual podía invocar al mismísimo diablo.
Había funcionado. El rito de la niña perversa trajo al demonio. Y desde
entonces había hablado con él en numerosas ocasiones casi siempre esperando que
le dijera qué tenía que hacer. Y él siempre se lo decía. Como aquella vez que había untado el pan de un
compañero de clase con crema de cacahuete, sabiendo que era alérgico a él. O
puesto una serpiente en la mochila de otra compañera de clase provocándole una
mordedura que casi la mata. O cortar los cables del freno del coche de la
vecina porque siempre le decía que era una «niña muy rara». Estuvo meses en el
hospital.
—¿Lo dudas? –le preguntó ella mientras apretaba la
almohada contra la cara de su hermano.
—¡Esta es mi chica! –le respondió él –si cruzas esta línea
ya nada te podrá parar, ¿lo sabes?
—Sí.
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