A las once de la mañana de una calurosa tarde de verano,
el cielo de la ciudad se cubrió de una gran cantidad de gaviotas. Daniel
alertado por el graznido de los pájaros se asomó a la ventana de su
dormitorio. Se quedó boquiabierto al ver
la gran multitud de aquellas aves que surcaban el cielo. Llamó a su mejor amigo.
Desde que tenía uso de razón había escuchado en boca de los mayores que cuando
las gaviotas se adentran en tierra firme lo hacían por un motivo: el mar estaba
embravecido. Su amigo le respondió al segundo tono. No, le dijo, el mar estaba
en completa calma. Aquello no tenía sentido, pensó Daniel. Entonces… ¿qué les
pasaba a las gaviotas?
Hablaron durante unos minutos y quedaron en verse por la
tarde. Durante el transcurso de la llamada Daniel no se había apartado de la
ventana. Tuvo un mal presentimiento. Las aves parecían que se organizaban. Comenzaron
a atacar a la gente que pasaba por la calle. Daniel se llevó las manos a la
boca intentando ahogar el grito que se había formado en su garganta. No lo
logró del todo. Una de las gaviotas pareció escucharlo. Sus miradas se cruzaron
durante unos segundos. Y entonces…. Un grupo enorme de ellas se abalanzó sobre
el cristal de la ventana. Daniel, gritando como un poseído salió corriendo de
su habitación al tiempo que escuchaba como el cristal se rompía en mil pedazos.
Logró llegar al cuarto de sus padres. Los pájaros picoteaban la puerta haciendo
un ruido semejante al de un martillo que lo estaba volviendo loco.
Se acercó a la ventana. Tenía que huir de allí. Abrió la
ventana. El móvil sonó en el bolsillo trasero de su pantalón. Miró la pantalla.
Era su madre. Casi no lograba entenderla, estaba nerviosa, al borde de un
ataque de nervios. Le decía que se encerrara en casa y no saliera a la calle.
Las gaviotas se habían vuelto locas. Y no solo ahí sino en todo el mundo.
Atacaban a la gente. Mientras tanto los picoteos en la puerta no cesaban.
Habían logrado hacer un pequeño agujero que pronto sería lo suficientemente
grande para que pudieran colarse por él. La llamada se cortó tras escuchar un
grito agónico de su progenitora. Aquello no pintaba bien. Se asomó a la
ventana. Vivía en un quinto piso. Si se tiraba sabía que sería su fin. La calle
estaba cubierta de cuerpos sin vida. Reconoció a casi todos. Personas que
vivían en su misma calle, algunos en su edificio. El vecino de enfrente le
gritó algo. No lo entendió por el estruendo que producían los graznidos de los
pájaros. Pero en su semblante reconoció el pánico absoluto. Entonces… ante sus
ojos se arrojó a la calle. Daniel entró en pánico. Miró a su alrededor. Vio el
armario. Se escondería allí, pensó. Pero no llegó. Demasiado tarde. Las
gaviotas ya habían entrado y se ensañaron con él, le quitaron los ojos y le
rajaron el cuello. Las aves degollaron a la humanidad.